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Jurado y premiados del certamen literario de relatos de la Asociación La Tusa, en Mingorría. En la primera edición de 2023, bajo el lema ‘Canteros y cantería’ se presentaron 43 relatos, y en la segunda edición, dedicado a las estaciones de ferrocarril, fueron 137.
En esta ocasión, una vez fallado el concurso, el pasado domingo tuvo lugar la entrega de premios en el Ayuntamiento de Mingorría, entidad colaboradora, con asistencia de los galardonados, quienes estuvieron acompañados por los miembros de la organización, el jurado evaluador y un entregado público.
En esta modesta gala de la literatura dirigida por Ana Pose, presidenta de la asociación convocante, se dio cuenta del fallo del jurado compuesto por Eduardo Pindado García (profesor), Cristóbal Medina Montero (escritor), quien suscribe (cronista) y Fernando Salcedo Alfayate (escritor), actuando como secretario Emilio Sánchez Álvarez.
Comenzó el acto con la bienvenida de Ana Pose y el agradecimiento a las entidades colaboradoras (Ayuntamiento, Unicaja y Diego Alonso, artesano), así como a los miembros del jurado, añadiendo que “este concurso de relatos sigue haciéndose un sitio entre los cientos de concursos de cuentos, microrrelatos o relatos cortos que se convocan cada año en nuestro país. La mayoría de esos concursos son convocados por ayuntamientos, asociaciones culturales, ateneos, fundaciones, bibliotecas y entidades educativas. Es complicado encontrar entre los convocantes a asociaciones vecinales. Por tanto, desde la Asociación de Vecinos La Tusa estamos muy orgullosos de que este concurso se siga consolidando año tras año. Que el Premio Literario de La Tusa sea un representante del compromiso con la cultura, con la creatividad y con esa valentía que requiere el acto de escribir. Que quienes reciban estos premios se sientan parte de la historia de este pueblo. Que este premio se convierta en un faro para el talento emergente y una confirmación de que la literatura sigue siendo un espacio de libertad, de resistencia y de belleza. Un arma de transformación social”.
En esta tercera edición ha participado un variado elenco de “ciudadanos del mundo” procedentes de 15 países: España (Ávila incluida), Argentina, Bélgica, Bolivia, Brasil, Colombia, Cuba, El Salvador, Estados Unidos, Guayana, Honduras, México, Perú, Portugal y Uruguay.
El primer premio (200€ y diploma) ha sido otorgado al relato ‘La vendimia’, de José Ignacio Tamayo Pérez, de Getxo (Vizcaya), “por la relación que desarrolla entre el arte pictórico y la literatura, por realizar una crítica de la desigualdad, de las diferencias sociales y de género, por el costumbrismo que emana de sus párrafos y por desarrollar la acción en el entorno de los trabajos del campo”.
El segundo premio (100€ y diploma) fue concedido a Aurora Burrieza García, de Madrid, por su relato ‘Perdices al óleo’, “por tratamiento de forma concisa, llena de imágenes y de psicología sugerida en los personajes. La inocencia de la niña, el amor oculto, todo ello narrado con una trama original que explora la psicología de los personajes. Todo ello ambientado en el entorno rural, en una época anterior”.
Mientras que los accésits (diploma) correspondieron a los relatos ‘Lo que la tierra recuerda’, de Yasmina Romero Morales, de Lleida; ‘La última linde’, de Antonio Arteaga Pérez, de Toledo; ‘Genealogía de tierra y savia’, de Antonio García Villanueva, de Valencia, quien desde Nueva York, donde está de gira presentando su nueva novela, envió un audio de agradecimiento de lectura de su emotivo relato y también estuvo presente on line; ‘Un trabajo en el campo’, de Jacobo Vieites Sánchez, de A Coruña; ‘Primera vendimia’, de Diego Polo Román, de Hernani (Guipúzcoa); ‘Uva en el canto’, de Carina Sosa Cáceres, quien estuvo participó en el acto on line desde Montevideo (Uruguay); ‘Siembra que el tiempo evoca’, de Miguel Ángel Romo Sánchez, de Torrejón del Rey (Guadalajara), consagrado autor quien también intervino on line; y ‘El idiota con escopeta’, de Miguel Dopico Graña, de Oviedo (Asturias), con familiares en Castilblanco (Ávila) quien asistió a la gala y nos leyó su entrañable relato. Entre otros participantes en el concurso, también estuvo presente Julio González Espinosa, de Ávila, autor del relato ‘Campos de Castilla’, quien fue recibido con un aplauso.
Primer premio
A continuación se transcribe el relato que ha obtenido el primer premio titulado ‘La vendimia’, de José Ignacio Tamayo Pérez, basado en uno de los cartones para tapices titulado ‘La vendimia o El otoño’ (1787), de Francisco José de Goya y Lucientes.
“Cortar un racimo, y al canasto. Odio al señorito. Y si levanto la vista y le veo requebrando a esa damisela, le odio aún más. Le odio por ignorante y por pisaverde que solo se ocupa en ir engalanado y lucir sus atavíos. Hoy le ha tocado vestir de gualdo y llevar las calzas de color pajizo. Y requebrar a esa dama que es la primera vez que la veo. Le odio porque es de mala ralea tener a mi hija a su lado, de pinote, con la mirada perdida, sosteniendo en su cabeza la cestilla con los mejores racimos. Para cuando sea de gusto del amo joven coger una uva y dársela a esa otra mujer. Estaba a punto de pensar que me dolería casi igual si Inés no fuese sangre de mi sangre y fuese de cualquiera otra familia humilde, pero no es verdad. Menos en el estado en que se encuentra, sabiendo que lleva a mi nieto en su vientre. Damián, su marido, se encendería si pudiese ver que el señorito tiene a su vera, como si fuese un adorno, a la mujer con la que en su día se encamó cuando fue su capricho. Porque a los señores que son dueños de todo, no se les puede decir que no. Además, tenerla ahí, tiesa, sin que pueda moverse o sentarse, es indigno. Más mientras pretendes engatusar a una dama noble ofreciéndole los granos de uva y hasta metiéndoselos a la boca si viene a cuento. A ella o a ese niño resabido que qué culpa tendrá de haber nacido en una familia noble. O a la que tienen por noble, porque tengo la estimación de que la nobleza se encuentra en otro sitio.
Ni él ni los señoritos de ahora saben lo que hay que bregar para que tengan lo que tienen. Se creen que los bienes caen regalados, como el maná. Hay que abonar la tierra, podar las cepas y limpiar las malas hierbas. Son faenas pesadas que no se hacen solas. Si viviese su señor abuelo, aunque el cuerpo no le diera para hacerlo él, estaría al tanto de todo y más. De cosas que el señorito ni siquiera sabe que existen. El despunte de los sarmientos, en junio el aclareo si hay demasiados racimos verdes, o el desniete, quitando los brotes que ves venir hueros y no van a ser productivos. Y después de que se venga la cerrazón del racimo, una vez que se ha iniciado el envero y los granos empiezan a tomar color, hay que deshojar. Mucho trabajo. Mucho más que mucho. Y con eso no basta porque hay que rezar para que caiga el agua del cielo cuando debe, o que un mal pedrisco no se lo lleve todo por delante. O para que no se nos venga el mildio o, si el año ha sido muy húmedo, la botritis u otras podredumbres. Porque, si la recogida del fruto es mala, los que terminamos pasando el hambre siempre somos los mismos. Y a la postre, si todo se da como es debido, luego hay que coger el corquete, doblar el lomo, y tajar los ramos más lucidos para llenar las cestas. Cortar, y al canasto. Los más lucidos porque los señores no catan las uvas que están flácidas o con manchas. Tienen que ser granos llenos, que estén tirantes al tacto y bien dulces, que ni acedos ni insípidos gustan a quienes están acostumbrados a gollerías.
Recuerdo al amo viejo paseándose con su garrota controlando todas esas operaciones. Señalándonos con su bastón dónde teníamos que hacer qué cosa. Fue él quien mandó plantar las más de las cepas que ahora dan vino. Eso es a mi entender, entender la vida. Poner las cepas que sabes que tardarán diez años en dar un vino de calidad y que tú acaso no llegues ni a probar. Entonces trabajábamos a gusto porque sabíamos que a alguien le importaba lo nuestro. Ahora no. El amo joven ni mira al campo, ni menos aún a la gente que lo habitamos. Solo para yacer con las hembras jóvenes. De carnes prietas, relucientes, y que no tengan el temple rebelde para que no sepan decir que no. No recuerdo que ningún vendimiador tuviese queja de que el amo viejo rondara a alguna de sus mujeres. Mis padres solo tenían palabras buenas para él. Eso es lo que más me reconcome. No trabajar, sino hacerlo para alguien que roba el sudor de los hombres y la honra de las mujeres.
No puedo seguir trajinando sin levantar la vista cada poco y mirar lo que está a mi alcance. El aire presuntuoso de quienes se saben pudientes y las lágrimas que empiezan a asomar en el rostro de mi Inés. Porque, aunque sea mi hija, es boba de puro buena. Y como la conozco sé que lo que más le duele ahora, más que aguantar a pie firme como una estatua con ese ridículo paño rosa sobre el pelo, es ver que ese petimetre no se arredra en hacer carantoñas y zalamerías a esa damisela por mucho que esté delante de ella. Porque para los aristócratas y las gentes de linaje, nosotros no somos nada. Seres insignificantes salvo para hacerles ricos y satisfacer la lascivia de sus cuerpos. Ellos a lo suyo y nosotros a lo nuestro. Yo a sujetar el mango de haya del corquete y a tallar los racimos con esmero, para que los raspones no sean ni muchos ni pocos, no vaya a amargar el vino. Y teniendo cuidado no siendo que con el bisel termine haciéndome yo mismo una herida. Que estos filos cortan como guadañas bien amoladas.
Así que cortar, y al canasto. Levantar la vista y ver a mi hija lagrimear por un idiota carente de recato. Tragar saliva, cortar, y al canasto. Agachar la cabeza y escuchar el ruido de las risas lelas que salen de sus gargantas. Seguir cortando, y al canasto. Y, al cabo, sentir el arañazo que, por descuido o acaso por ira, termino de hacerme en mi brazo, y probar el sabor salado de mi propia sangre. Y notar que el enojo se me extiende por el cuerpo hasta que decido que dejaré de agachar el lomo, enderezaré mi tronco, y caminaré hasta el señorito para comprobar si, al cortar, la sangre que brota de su cuello es salada como la mía. Cortar, y al canasto”.
La riqueza natural del Sistema Central
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