El concepto de Comunidad en Castilla surge durante la repoblación medieval, cuando se otorgaron privilegios a ciudades estratégicas, formando las Comunidades de Villa y Tierra. Según Lorenzo Cadarso (1996), “El pueblo castellano del Antiguo Régimen sufrió un proceso de supresión paulatina de todos los instrumentos organizativos de que había dispuestos tradicionalmente, pero, aunque a efectos jurídicos se encontrase inerme, pervivían en la memoria colectiva un buen número de tradiciones organizativas de origen medieval y, por supuesto, seguían muy vivas las viejas solidaridades comunitarias”.
Las ideas que inspiraron a los comuneros de Castilla en el siglo XVI no surgieron de la nada, sino que se apoyaron en una sólida tradición intelectual desarrollada en los claustros salmantinos durante la segunda mitad del siglo XV y principios del XVI. El pensamiento político que inspiró la revuelta de las Comunidades de Castilla tiene raíces profundas en la tradición del republicanismo clásico y el humanismo cívico castellano. Según Anchústegui Igartua (2024), la Ley Perpetua del Reino de Castilla, promulgada por los comuneros en Ávila, puede considerarse uno de los primeros proyectos constitucionales de la era moderna. Esta ley limitaba el poder del monarca al establecer que no podía ser modificada sin el consentimiento de las Cortes, lo que suponía una clara subordinación del rey a la voluntad política de las ciudades representadas.
Este principio de patriotismo constitucional, que vincula la patria con la libertad garantizada por una constitución, se conecta directamente con la tradición republicana. Anchústegui destaca que esta visión fue heredera de la Primera Escuela de Salamanca, cuyos pensadores —como Alonso de Madrigal, Pedro de Osma, Rodrigo Sánchez de Arévalo y Fernando de Roa— se inspiraron en Aristóteles, Cicerón y Tito Livio. Sus ideas sobre el bien común, la participación ciudadana y el origen popular del poder político influyeron directamente en el ideario comunero.
Flórez Miguel (2007) refuerza esta tesis al señalar que estos autores pensaban su comunidad ideal a partir de la realidad castellana del concejo abierto, y que su interpretación de la Política de Aristóteles coincidía con las aspiraciones de los comuneros. En este sentido, la Ley Perpetua no fue un hecho aislado, sino la expresión de un federalismo primitivo y cooperativo, centrado en el municipio como espacio natural de participación ciudadana.
Por su parte, Sánchez González (2022) propone entender tanto el humanismo cívico como el republicanismo clásico en Castilla como lenguajes políticos que permiten comprender mejor la teoría y la práctica política castellana de los siglos XV y XVI. Conceptos como el bien común, el derecho de resistencia y la comunidad como base del poder legítimo fueron centrales en el pensamiento de los comuneros y sus predecesores intelectuales.
Anchústegui Igartua (2024) también subraya la importancia del mandato imperativo de los procuradores en Cortes, que debían obedecer la voluntad de sus ciudades. La traición de algunos de ellos en las Cortes de Santiago-La Coruña fue uno de los detonantes de la revuelta. En su afán por revitalizar el papel de las Cortes, los comuneros se sentían herederos de las Cortes de León de 1188, consideradas las primeras con representación ciudadana en Europa.
El historiador Joseph Pérez (2001), en sus estudios sobre las Comunidades, describe el movimiento como fundamentalmente castellano y urbano, con epicentro en la cuenca del Duero y del Tajo, y con su capital simbólica en Valladolid. Así era en realidad como uno de los virreyes, el condestable, veía la situación: “Todo cuanto hay de aquí (Briviesca) a la Sierra Morena, todo está levantado (30 de septiembre de 1520)”.
Aunque nació en las ciudades, pronto encontró eco en el campo, donde se convirtió en un movimiento antiseñorial que se expandió hacia Las Merindades, Logroño y Cantabria (Trasmiera, Campoo, Valle de Soba). Pérez (2011) destaca que el programa comunero tenía un carácter moderno, centrado en limitar el poder de la Corona y reorganizar políticamente el reino.
En conjunto, estos autores coinciden en que la revuelta comunera no fue solo una reacción puntual, sino la expresión de una identidad política castellana con raíces profundas en el pensamiento republicano y humanista. Esta tradición, aunque derrotada en el siglo XVI, dejó un legado que sería recuperado siglos después por el regionalismo castellanoleonés y el regeneracionismo de finales del siglo XIX.
Según Anchústegui Igartua (2024), uno de los aspectos clave del movimiento comunero fue su composición social, especialmente en lo que respecta a la nobleza. Aunque tradicionalmente se ha asociado la revuelta con las ciudades y el pueblo llano, el autor recuerda que dentro de la nobleza existía una división entre la alta nobleza, generalmente fiel al emperador, y la baja nobleza o hidalguía, que fue mayoritaria entre los comuneros. Este sector, más vinculado a los intereses locales y urbanos, apoyó activamente la causa comunera.
El conflicto con el emperador Carlos I se centró en su intento de imponer una visión patrimonialista del reino, en la que Castilla era tratada como un dominio personal. Esto se manifestó en prácticas como el soborno a procuradores en Cortes para que traicionaran a sus ciudades, y en el nombramiento de consejeros extranjeros en cargos clave, lo que contravenía el testamento de Isabel la Católica, que prohibía expresamente tal injerencia. Los comuneros, en cambio, defendían el principio de que “el reino manda al rey y no el rey al reino”, una fórmula que sintetiza su visión de la soberanía popular.
En este contexto, Maravall (1963) ofrece una interpretación más radical del movimiento comunero, al considerar que su objetivo no era simplemente restaurar libertades tradicionales, sino transformar las libertades estamentales en libertades democráticas. Según Maravall, los comuneros aspiraban a una reorganización profunda del poder político, superando las estructuras jerárquicas del Antiguo Régimen y proponiendo un modelo más participativo y representativo.
El núcleo de este proyecto político se encuentra en la Ley Perpetua de Ávila, redactada en 1520 durante las sesiones de la Santa Junta en la catedral de esa ciudad. Esta ley, considerada por algunos como la primera constitución de la historia de España, proponía que las Cortes pudieran autoconvocarse, rompiendo así con la tradición de que solo el rey podía reunirlas. Además, incluía disposiciones sobre la representación política, el control del poder real y, de forma notable, sobre el trato digno a los indígenas americanos. Anchústegui (2024) señala incluso que esta proto-constitución comunera fue conocida fuera de España, y que durante la Asamblea Constituyente de Filadelfia (que redactó la Constitución de los Estados Unidos), se habría mencionado como un ejemplo temprano de parlamentarismo avanzado, bajo el nombre de “Constitución de Ávila”. Aunque esta afirmación es difícil de verificar documentalmente, refleja la percepción de la Ley Perpetua como un texto de gran valor histórico y político.
En conjunto, el movimiento comunero no solo fue una revuelta contra los abusos del poder real, sino también la expresión de una identidad política castellana con raíces republicanas, que aspiraba a una reforma estructural del sistema político basada en la soberanía popular, la representación y la justicia social. Su legado, aunque derrotado militarmente, ha sido reivindicado por diversas corrientes a lo largo de la historia, desde el federalismo republicano hasta el regionalismo castellanoleonés contemporáneo.
Este pensamiento, enmarcado en lo que hoy se denomina republicanismo cívico, concebía al ciudadano como alguien cuya identidad estaba definida por su pertenencia activa a la comunidad política y por su compromiso con el bien común. Como advertía Alonso de Castrillo en su Tratado de República (1521), “el ciudadano se deja de llamar ciudadano, cuando por su propio provecho consiente o procura el daño de su república”.
El Tratado de República, publicado en Burgos el 21 de abril de 1521, apenas unos días antes de la derrota comunera en Villalar, representa la última gran manifestación del republicanismo político castellano. Según Alonso Baelo (2009), esta obra recoge y sistematiza los elementos más relevantes del ideario comunero, con la intención de que incluso los vencedores pudieran asumirlos. El hecho de que se publicara en castellano y no en latín indica su voluntad de llegar a un público amplio, no solo académico. La posición de Castrillo, como señala Rivero (2006), es matizada: aunque reconoce la legitimidad de las demandas comuneras, rechaza el uso de la violencia, alineándose con la postura adoptada por la ciudad de Burgos, que defendía que “la junta propone, y el rey decide en último término y gobierna”. En este sentido, el Tratado de República puede leerse como una obra de intervención política, que busca justificar una vía reformista y pacífica frente a la radicalización del conflicto. El texto también denuncia la influencia de extranjeros y peregrinos en la revuelta, a quienes acusa de haber sembrado ideas igualitarias peligrosas que amenazaban el orden social. No obstante, su defensa del diálogo y de la conversación como fundamento de la vida política lo sitúa dentro de una tradición humanista que valora la deliberación y el consenso como pilares de la república.
Por su parte, Merle (2022) subraya que la represión de la revuelta comunera tuvo un efecto silenciador sobre las ideas políticas que la habían nutrido. La apelación al derecho de resistencia frente a un monarca abusivo, presente en los escritos comuneros, se basaba en teorías políticas difundidas en Castilla desde el siglo XV, muchas de ellas influenciadas por los juristas italianos y por el humanismo cívico salmantino. En particular, los comentarios a la Política de Aristóteles redactados por Pedro de Osma y Fernando de Roa en 1502 ofrecían una base doctrinal para justificar la participación ciudadana y la limitación del poder real. En conjunto, este legado intelectual muestra que la revuelta comunera no fue solo una reacción espontánea, sino la expresión de una cultura política republicana profundamente arraigada en Castilla. Su derrota no borró sus ideas, pero sí condicionó su transmisión, que quedó relegada a formas más discretas o indirectas, como el tratado de Castrillo. Sin embargo, siglos después, estas ideas volverían a emerger en el regeneracionismo y el castellanismo, que encontrarían en los comuneros un símbolo de resistencia y de aspiración democrática.
LA HERENCIA COMUNERA
Ya en época moderna, Los Comuneros defendían un gobierno al servicio del bien común y con límites al poder real, legitimando la resistencia si el rey no cumplía con ese ideal. Aunque la identidad comunera fue silenciada tras Villalar, el liberalismo del siglo XIX la rescató como símbolo de lucha democrática y contra el absolutismo. “A comienzos de 1821, Juan Martín Díez, el Empecinado, se encontraba en Villalar supervisando la averiguación sobre los restos de Padilla y Bravo” (Martínez, 2021). El legado de las Comunidades de Castilla se ha convertido en un símbolo poderoso dentro de la tradición liberal, democrática, popular, republicana y federal. Para Martínez (2021), “Los comuneros son parada casi obligada en cualquier recorrido de la tradición rebelde. Su potencia histórica se multiplica en los usos que de aquellos hechos hicieron quienes se consideraron su progenie. Los ilustrados Arroyal y Amor de Soria, los constitucionalistas de Cádiz, los comuneros radicales del Trienio Liberal, los demócratas y republicanos de 1840, 1848 y 1868, los federalistas del Sexenio, los republicanos que añaden la franja morada -´último jirón de la bandera de las Comunidades´- a la nueva enseña nacional, Azaña y el Batallón de los Comuneros, los luchadores de la Transición que recobraron Villalar para la memoria democrática de la España contemporánea”. Según Anchústegui Igartua (2024), “esta revuelta histórica no solo representa una lucha por la justicia y el bien común, sino que ha sido reinterpretada como una fuente de legitimidad para quienes han buscado transformar España desde una perspectiva progresista”.
En 1840, Patricio Olavarría, abogado burgalés y excomandante de milicias durante el Trienio Liberal, fundó en Madrid el periódico La Revolución, que fue rápidamente censurado y sustituido por El Huracán. Estos primeros republicanos españoles surgieron del liberalismo avanzado, defendiendo los principios de la Constitución de 1812. Según Cordero (2021), Olavarría promovía desde El Huracán un modelo de federalismo soberanista local, basado en la participación popular y la elección directa de jueces, como forma de articular el poder político desde abajo. Este modelo reflejaba no solo una propuesta institucional, sino también una visión profundamente arraigada en lo que él consideraba el carácter generoso y honesto del pueblo castellano.
Durante estos años, la memoria de la Revolución Comunera y un nacionalismo popular autogestionario sirvieron de puente entre el liberalismo ilustrado y las nuevas corrientes ideológicas del republicanismo federal y el anarquismo colectivista. Duarte (2006) añade que los proyectos republicanos, tanto los de corte liberal progresista como los más cercanos al radicalismo democrático, incorporaron el municipio como eje central de su doctrina. En este marco, Villalar se convirtió en un símbolo clave: la derrota comunera de 1521 marcaba, para los republicanos, la pérdida del paraíso original de autogobierno municipal, corrompido posteriormente por la monarquía mediante prácticas como la compra de procuradores y la promoción de la corrupción.
LA REORGANIZACIÓN TERRITORIAL
En 1833, el ministro de Fomento Javier de Burgos impulsó una profunda reorganización territorial en España mediante un Real Decreto que dividió el país en 49 provincias. Esta medida, adoptada poco después de la muerte de Fernando VII, también agrupó las provincias en “regiones históricas”, aunque sin intención de crear una estructura administrativa superior a la provincial. Así, León, Salamanca y Zamora se integraron en el llamado reino de León, mientras que Ávila, Burgos, Logroño, Palencia, Santander, Segovia, Soria y Valladolid pasaron a formar parte de Castilla la Vieja.
Sin embargo, esta clasificación fue más simbólica que operativa. Según el geógrafo García Fernández, la división entre León y Castilla la Vieja carecía de una base histórica sólida. A su juicio, estas “regiones históricas” nacieron con el propio decreto de 1833, ya que desde el siglo XVI —y probablemente antes— la población percibía el norte de la Meseta como una unidad bajo el nombre de Castilla la Vieja. El término “León” fue progresivamente relegado, convirtiéndose en una simple referencia geográfica o administrativa, pese a los esfuerzos de algunos eruditos por mantener su relevancia histórica.
Esta percepción unitaria de Castilla también se refleja en la literatura de la época. En 1855, el dramaturgo riojano Manuel Bretón de los Herreros reivindicaba con ironía y orgullo la castellanía de su tierra natal. En un texto lleno de afecto y sentido común, afirmaba: “Nacido yo en aquel paraíso castellano, que así puede calificarse, no llevaré, sin embargo, mi entusiasmo filial hasta el punto de considerarlo superior en fertilidad, riqueza y hermosura a los cármenes de Granada, a los bancales de Murcia ni a los vergeles de Valencia... Antes el nombre de Celtiberia con que toda aquella parte de Castilla y mucha de Navarra y Aragón vienen de mucho tiempo atrás nombradas y descritas, autoriza a creer... que los celtas y no otros fueron los que primero por buenas o por malas se unieron y mezclaron con los indígenas.” Con estas palabras, Bretón no solo reafirma la identidad castellana de La Rioja, sino que también se distancia de invenciones eruditas o fantasiosas sobre orígenes exóticos, anclando su visión en una tradición cultural compartida y en una memoria histórica que refuerza la unidad de Castilla como entidad histórica y sentimental.
AGITACIÓN SOCIAL Y CONCIENCIA REGIONAL
La falta de infraestructuras como el ferrocarril generó un incipiente regionalismo castellano, visible en la prensa liberal progresista de la época como El Porvenir Avilés de Ávila, El Duero de Valladolid y El Despertador Montañés de Santander, que defendían los “intereses del País Castellano” y reclamaban mejoras como el Ferrocarril del Norte: “Nosotros no tenemos el derecho de que nos hagan felices, sino que trabajamos para serlo” (El Porvenir Avilés, 5 de diciembre de 1852).
Durante el Bienio Progresista (1854–1856), Castilla fue escenario de una creciente agitación social y política, impulsada por la presión fiscal, la carestía de productos básicos. Al calor de la Vicalvarada de 1854 Karl Marx escribió en esos años en una serie de artículos para New York Daily Tribune: “A pesar de estas repetidas insurrecciones, no ha habido en España hasta el presente siglo una revolución seria, a excepción de la guerra de la Junta Santa en los tiempos de Carlos I, o Carlos V, como lo llaman los alemanes” (Martínez, 2021).
Según Moreno Lázaro (2003) y Ortiz Herrero (2020), las desigualdades en el reparto de impuestos agravaron la situación de las clases populares, especialmente en la Meseta Norte, que se convirtió en una de las regiones más conflictivas del país. En este contexto, se produjeron protestas significativas: en mayo de 1855, los estudiantes de la Universidad de Valladolid protagonizaron un motín por la reducción de matrículas, y José María Orense organizó en Palencia reuniones clandestinas donde incluso proclamó la República.
La tensión social alcanzó su punto álgido en junio de 1856 con los llamados Motines del Pan, que estallaron a raíz de un altercado en el mercado de Valladolid y se extendieron por amplias zonas de Castilla la Vieja: Valladolid, Palencia, Zamora, Salamanca, Segovia, Burgos, entre otras. Estos motines, marcados por asaltos a fábricas de harina y almacenes, fueron una respuesta directa a la carestía, pero también una manifestación de resistencia contra el capitalismo agrario. Como señala Moreno Lázaro (2003), estos hechos desmienten la imagen tradicional de una Castilla pasiva y desmovilizada, revelando en cambio una sociedad rural activa y combativa.
A mediados del siglo XIX comenzaron a manifestarse signos claros de una conciencia regional castellana en formación. Según Almuiña Fernández (1984), un hito importante fue la Exposición Castellana celebrada en Valladolid en 1859, a la que asistieron representantes de todas las provincias históricas de Castilla la Vieja y León. Este evento no solo sirvió como punto de encuentro, sino que también impulsó la creación de una Asociación para el Fomento de la Agricultura y Ganadería de Castilla la Vieja, lo que refleja un reconocimiento explícito de intereses comunes entre estas provincias. Además, se fundó el periódico La Unión Castellana, cuyo nombre revela la intención de fortalecer los lazos entre las provincias castellanoviejas. Aunque este esfuerzo implicaba el reconocimiento de la debilidad de esos vínculos, también evidenciaba una conciencia emergente de identidad compartida, tanto en términos históricos como de proyección futura. Este despertar regional se enmarca en una tradición de autonomía local profundamente arraigada. En junio de 1868, el periódico La América destacaba que “Castilla, como nación más avanzada en prácticas de libertad municipal, es también la que precede a todas en la formación de su estado llano”, subrayando así el papel pionero de Castilla en la construcción de una ciudadanía activa y en la influencia del pueblo llano en la política nacional.
Según Berzal (2024) “La grave crisis financiera, la inclemente sequía, el encarecimiento de las subsistencias y los estragos de la fiebre tifoidea pusieron su granito de arena a los planes de los conspiradores progresistas y demócratas, que ya en 1866, desde Miranda de Ebro, establecieron relaciones con el Comité Revolucionario de Bruselas, presidido por Prim”. Mientras, los progresistas y demócratas de Valladolid se reunían clandestinamente en comercios, preparando el terreno para lo que sería la Revolución de Septiembre de 1868, conocida como La Gloriosa, que supuso el destronamiento de Isabel II y el inicio del Sexenio Democrático (1868–1874).
Este periodo se caracterizó por una intensa movilización popular, el auge del republicanismo y una fuerte euforia federalista, especialmente entre las clases populares. Uno de sus principales referentes fue el santanderino José María Orense, veterano revolucionario y figura clave del republicanismo federal, quien defendía una visión democrática profundamente inspirada en la tradición comunera. En su discurso del 13 de mayo de 1869 en las Cortes, Orense evocó la derrota de Castilla en Villalar como símbolo de la resistencia popular frente al absolutismo, y afirmó que la república era una demanda del pueblo, no de las élites.
El pensamiento de Pi i Margall, otro gran teórico del republicanismo federal, se articuló en torno a cuatro pilares: la instauración de una república federal frente a la monarquía y el centralismo; un programa de reformas sociales en favor de la clase obrera; una vía legalista y no insurreccional; y la construcción de un partido republicano federal moderno y disciplinado. Frente a las divisiones internas del republicanismo —entre centralistas, intransigentes y cantonalistas—, Pi i Margall propuso un modelo integrador y democrático. Según Domènech (2020), el Sexenio fue el momento clave para intentar construir una federación democrática y socialmente avanzada que uniera la diversidad territorial de España en un proyecto común. Fue también, como señalan Villena Espinosa y Serrano García (2020), un periodo decisivo para el desarrollo de la conciencia de clase y la cristalización del movimiento obrero.
En este contexto, la herencia comunera volvió a cobrar fuerza simbólica. El 1 de febrero de 1869, concejales del Ayuntamiento de Madrid propusieron añadir el color morado —el del antiguo pendón de Castilla— a la bandera nacional, como homenaje a las luchas por la libertad. Incluso desde Portugal, el federalismo ibérico era visto con simpatía: el Jornal de Comércio de Lisboa imaginaba una futura federación de antiguos reinos ibéricos, iguales en poder, en la que Portugal podría integrarse sin perder su dignidad.
EL PACTISMO FEDERAL
El Pacto Federal Castellano, firmado el 15 de junio de 1869 en Valladolid, fue una de las expresiones más significativas del republicanismo federal. En un contexto de efervescencia política tras la Revolución de Septiembre de 1868, los republicanos federales buscaban reorganizar el Estado sobre la base de las regiones históricas, rompiendo con el modelo centralista impuesto desde los Decretos de Nueva Planta y consolidado por la división provincial de Javier de Burgos en 1833, que los federalistas consideraban arbitraria y ajena a la realidad histórica y cultural del país.
El federalismo defendido por Pi i Margall se oponía tanto al centralismo como al cantonalismo extremo. Su propuesta consistía en construir una república federal desde abajo, partiendo del municipio y avanzando hacia estructuras regionales más amplias mediante un proceso pactista. En este marco, se rechazaba la idea de formar un Estado por cada provincia, ya que eso favorecería la fragmentación y dificultaría las reformas sociales y políticas que el republicanismo aspiraba a implementar.
En este contexto, el comité republicano de León propuso en mayo de 1869 una reunión con las provincias del noroeste peninsular para coordinar una estrategia común, similar a la que ya habían adoptado los territorios de la antigua Corona de Aragón. En dicha invitación no se especifican los comités a los que se dirige, pero el fijar la ciudad de León como punto de reunión “más céntrico que los demás, con respecto a la gran zona de que se trata” intuye a pensar en un territorio que abarcaría Galicia, Asturias, León y Castilla la Vieja (La Igualdad, 1 de junio de 1869). El 15 de junio de 1869 el comité republicano federal de la provincia de León suscribió el Pacto Federal Castellano a través de sus dos representantes: Juan Téllez Vicén y Leocadio Cacho.
Aunque se intentó formar un pacto cantábrico entre Galicia, Asturias, Santander y el País Vasco, este fracasó por no respetar los vínculos históricos con Castilla. Finalmente, Santander se sumó al Pacto Federal Castellano, que agrupó a los comités republicanos de 17 provincias: las de Castilla la Vieja (incluyendo el antiguo reino de León) y Castilla la Nueva.
El documento fundacional del Pacto Federal Castellano comenzaba con una declaración clara: la forma de gobierno que debía realizar el ideal republicano era la república democrática federal. Se afirmaba la soberanía popular como principio rector y se reconocía el derecho a la insurrección si los derechos proclamados por la revolución eran vulnerados y no se reparaban por medios legales. La federación se constituía por la unión de las 17 provincias, organizadas en dos Estados: Castilla la Vieja: Ávila, Burgos, León, Logroño, Palencia, Salamanca, Santander, Segovia, Soria, Valladolid y Zamora y Castilla la Nueva: Albacete, Ciudad Real, Cuenca, Guadalajara, Madrid y Toledo.
El texto concluía con una evocación directa a la memoria comunera: “La sangre de los Padillas, Bravos y Maldonados que corre por vuestras venas y el ardimiento de que guardan memoria estos pueblos de las Comunidades, garantiza el éxito de nuestras aspiraciones y deseos”. El acto de firma estuvo cargado de simbolismo. Se celebró una gran manifestación en Valladolid, presidida por el pendón morado de Castilla, y se adoptó como emblema una bandera con diecisiete estrellas doradas sobre fondo morado, representando a cada una de las provincias federadas. Según La Igualdad (19 de junio de 1869), este distintivo fue rápidamente asumido por voluntarios y batallones republicanos de Valladolid, Béjar, Salamanca y Madrid, consolidándose como símbolo del federalismo castellano.
El Pacto Federal Castellano no solo fue un intento de reorganización territorial, sino también una reivindicación de la identidad histórica de Castilla como motor de libertad y justicia social. En él confluyeron la memoria comunera, el republicanismo democrático y la voluntad de construir un Estado más justo y participativo desde las raíces históricas del territorio. La firma del pacto en Valladolid, en junio de 1869, no solo fue un acto político de gran calado, sino también un momento de intensa movilización popular. La reunión se inauguró con una manifestación multitudinaria de alrededor de 6.000 republicanos, una demostración de fuerza que los asistentes interpretaron como un “feliz augurio” para el futuro de la Confederación Castellana.
El entusiasmo generado por el pacto se tradujo en una rápida expansión organizativa. En los meses siguientes, se celebraron asambleas republicanas federales en numerosas localidades castellanas, donde se constituyeron comités conforme a lo establecido en el pacto. Ejemplos notables fueron la asamblea de Torrelavega (Cantabria), donde las juntas republicanas reafirmaron su adhesión al pacto de las dos Castillas (La Abeja Montañesa, 22 de julio de 1869), y la reunión en Pinto (Madrid), donde representantes de pueblos madrileños formaron la junta de distrito correspondiente a Castilla la Nueva (La Igualdad, 23 de septiembre de 1869).
Pablo Correa fue designado miembro de la Junta Provisional de Castilla la Nueva, encargada de trasladar los acuerdos del pacto a sus respectivas provincias. A diferencia de otras regiones, esta junta actuó con rapidez. En septiembre, sus representantes enviaron una circular dirigida a los republicanos manchegos, excluyendo a Madrid y Guadalajara, con el objetivo de constituir un Cantón Manchego dentro de la Federación de Castilla la Nueva. La circular justificaba esta decisión por la reciente insurrección carlista en la región, que hacía urgente reforzar la organización y el proselitismo republicano.
El comunicado, recogido por La Igualdad el 3 de septiembre de 1869, convocaba a los republicanos de Toledo, Ciudad Real, Albacete y Cuenca a una reunión en Alcázar de San Juan el día 8 del mismo mes. En él se apelaba a la unidad frente a los peligros de la guerra civil y se llamaba a firmar un Pacto de alianza manchego, en armonía con las bases del de Valladolid. El texto concluía con una afirmación rotunda: “Solo así triunfaremos de nuestros enemigos y prepararemos el advenimiento de la República federal, como la única posible en un país como España, agregación de tantos y tan diversos pueblos”. Entre los firmantes de la convocatoria figuraban destacados republicanos como José Beltrán, Pablo Correa y otros líderes locales. La reunión de Alcázar de San Juan fue un paso decisivo en la consolidación del federalismo en el sur de Castilla.
Pocos días después, el 12 de septiembre de 1869, falleció en Consuegra a los 33 años Norberto García Roco, uno de los oradores más destacados en la constitución del Pacto Federal Castellano. Sacerdote, intelectual y republicano federalista, García Roco había recorrido diversas regiones de España difundiendo sus ideas, enfrentándose incluso a los frailes de su localidad por el carácter social de su pensamiento. Su entierro fue multitudinario —con la asistencia de unas 8.000 personas— y se convirtió en un acto político de gran simbolismo. Sin embargo, la provocación de un fraile durante el sepelio desencadenó un altercado que terminó con víctimas mortales, reflejo de la tensión social y política del momento. Su figura fue homenajeada en una necrológica publicada por La Bandera Roja el 20 de septiembre de 1869.
CASTILLA EN LA ENCRUCIJADA REVOLUCIONARIA
El entusiasmo generado por el Pacto Federal Castellano en junio de 1869 pronto se vio truncado por el fracaso de la insurrección federalista del otoño de ese mismo año, liderada por los sectores más intransigentes del Partido Republicano Democrático Federal. Según Higueras Castañeda (2022), esta derrota y la posterior represión gubernamental marcaron el fin del modelo organizativo basado en pactos regionales. Como explicó años más tarde Pablo Correa y Zafrilla, tras la insurrección “el partido se reunió en Asambleas generales”, abandonando el esquema descentralizado que había caracterizado al federalismo castellano.
La insurrección tuvo focos importantes. En León, el diputado Mariano Álvarez Acevedo encabezó el levantamiento en la montaña leonesa, siendo finalmente detenido y encarcelado. En Béjar, uno de los centros clave del alzamiento, participaron figuras destacadas como Nicolás Estébanez, futuro ministro, y el líder obrero Aniano Gómez, firmante del Pacto Federal Castellano por Salamanca. La represión fue dura: la mayoría de los líderes fueron arrestados y trasladados a la cárcel de Salamanca (Esteban de Vega, 2013).
Durante este periodo, el periódico La Alianza del Pueblo de Salamanca se convirtió en portavoz de los presos y en promotor de su amnistía. En ese mismo espíritu, el 23 de abril de 1870 —coincidiendo con el aniversario de la batalla de Villalar— el periodista Gabriel Feito y Martín hizo un encendido llamamiento comunero desde Salamanca, evocando la memoria de los héroes de 1521 y animando a los ciudadanos a ondear el pendón morado y gritar “¡Viva Castilla libre!” como símbolo de resistencia frente a cualquier intento de imposición autoritaria (Boletín Republicano-Federal de la provincia de Gerona, 28 de abril de 1870, reproducido del rotativo federalista El Rayo).
La movilización popular se mantuvo viva. El 13 de marzo de 1870, durante una manifestación contra las quintas en Salamanca, una multitud se dirigió a la cárcel para saludar a los presos republicanos. La escena fue especialmente simbólica: los manifestantes portaban banderas moradas en recuerdo de Padilla y Maldonado, y Gabriel Feito, desde la calle, agradeció el gesto en nombre de los encarcelados, saludando al “pueblo-rey” (La Discusión, 16 de marzo de 1870).
Este ciclo de insurrección y represión no solo fortaleció el sentimiento federalista, sino que también alimentó el naciente movimiento obrero. La experiencia de lucha y organización vivida en lugares como Béjar o Camuñas (Toledo) sirvió de base para la expansión de las ideas de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT). Ya en 1868 se percibía la influencia de la AIT entre los trabajadores textiles de Béjar y en sectores rurales de la Mancha alta, donde se proyectaba un modelo de transformación social y política que anticipaba el cantonalismo y el colectivismo obrero, según Morales Díaz (2023).
Así, la insurrección federalista de 1869 no fue un episodio aislado, sino un eslabón entre la tradición comunera, el republicanismo federal y el internacionalismo obrero, que comenzaba a echar raíces en el corazón de Castilla.
En 1870, la fundación en Barcelona de la sección española de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) marcó un punto de inflexión en la evolución del republicanismo obrero en España. Impulsada por los principios libertarios de Bakunin, la AIT encontró terreno fértil en el republicanismo federal intransigente, especialmente entre sectores populares y militantes castellanos. El italiano Giuseppe Fanelli, enviado por Bakunin, contactó con figuras clave como Fernando Garrido y José María Orense, ambos muy influyentes entre la clase trabajadora.
Entre los primeros internacionalistas castellanos destacaron el toledano Anselmo Lorenzo, considerado el “abuelo del anarquismo español”, y el madrileño Tomás González Morago, ambos provenientes del ala intransigente del Partido Republicano Federal. También el socialista catalán Rubau Donadeu mantuvo estrechos vínculos con Luis Villaseñor, firmante del Pacto Federal Castellano y miembro de la comisión encargada de redactar el proyectado Pacto Federal Manchego.
Aunque el Pacto Manchego no llegó a firmarse formalmente —en parte porque la primera Asamblea Federal de 1870 decidió disolver los pactos regionales—, sí se mantuvo el compromiso de organizar las localidades manchegas conforme a las bases del Pacto de Valladolid. Esta decisión fortaleció la estructura republicana en la Mancha, y muchos de los firmantes continuaron liderando comités provinciales y participando activamente en las asambleas del partido. Pablo Correa y Zafrilla, por ejemplo, siguió representando a Cuenca en estos foros.
Una figura destacada del federalismo intransigente fue Mariano Álvarez Acevedo, natural de Otero de Curueño (León). Diputado en varias legislaturas, participó en la revolución de 1854 y en la de septiembre de 1868, liderando una partida guerrillera en la montaña leonesa. Fue nombrado presidente de la junta revolucionaria de León y luego gobernador, pese a su radicalismo. Elegido diputado en 1869 perdió su escaño tras apoyar la insurrección federal del otoño de ese año, en la que dirigió el levantamiento en León y Asturias. Detenido y encarcelado, murió en Madrid el 30 de abril de 1872, sin ver proclamada la República. Su figura fue homenajeada por el periodista José Estrañi en una emotiva poesía publicada en La Ilustración Republicana Federal (21 de mayo de 1972) donde lo describía como un héroe que dio “a Castilla renombre”.
La proclamación de la Primera República el 11 de febrero de 1873 reactivó el federalismo intransigente. Apenas un mes después, el 9 de marzo, Baldomer Lostau, en nombre de la Diputación de Barcelona, intentó proclamar el Estat Català, uno de los primeros intentos de federalización radical. Aunque el cantonalismo tuvo menor impacto en Cataluña, sí hubo conatos en Barcelona durante el verano de 1873, en el contexto de la guerra civil contra los carlistas.
En Castilla la Nueva, el 24 de junio de 1873, el Centro Republicano Federal Español de Madrid propuso invitar a los comités republicanos de Toledo, Guadalajara, Cuenca y Ciudad Real para formar el Cantón de Castilla la Nueva. Aunque la iniciativa no prosperó, se inscribe entre los antecedentes del movimiento cantonalista. No fue hasta más tarde, con la Asamblea del Cantón Madrileño, que se elaboró un Proyecto de Constitución para la Región de Castilla la Nueva, publicado en El Nuevo Régimen el 30 de mayo de 1913, como testimonio de aquel intento frustrado de reorganización territorial desde abajo.
Así, entre 1870 y 1873, Castilla fue escenario de una intensa actividad política y social en la que convergieron el federalismo intransigente, el republicanismo popular y el internacionalismo obrero, en un esfuerzo por transformar radicalmente el Estado español desde sus raíces históricas y territoriales.
Durante el proceso constituyente de la Primera República Española, se evidenció una división dentro del Partido Republicano. Por un lado, los moderados y centristas, liderados por Castelar y Salmerón, y por otro los claramente federalistas y de izquierdas, como Pi y Margall, Orense y Garrido.
En junio de 1873, representantes federales de las provincias castellanas se reunieron para coordinar su participación en la futura estructura del Estado castellano. La prensa salmantina destacó la importancia de esta representación (El Federal Salmantino, 22 de junio de 1873). Aunque se rumoreaba la creación de un Estado cántabro-asturiano (La Correspondencia de España, 5 de junio de 1873), la participación de santanderinos en la reunión castellana desmintió esa idea, cumpliendo el principio federalista de respeto a la historia. Por otro lado, los diputados leoneses, cercanos a Castelar, expresaron su desacuerdo con la elección de un representante castellano para la comisión constitucional, argumentando que no se había considerado adecuadamente la relevancia del antiguo Reino de León (La Correspondencia de España, 17 de junio de 1873).
El 27 de junio de 1873, el diario liberal madrileño El Imparcial publicó en portada el artículo titulado “La Organización de la Federal. Los Grandes Estados”, en el que se evidenciaba un intento de desacreditar el proyecto de Constitución federal aprovechando las disputas sobre la capitalidad de los futuros Estados federados. Según De Lucas del Ser (2024), durante el debate constitucional de la Primera República, los siete diputados leoneses apoyaron a Castelar como presidente del Ejecutivo, incluyendo los cinco republicanos. El proyecto constitucional contemplaba 19 estados regionales, agrupando a León dentro de Castilla la Vieja. Ante esto, el 1 de agosto de 1873, varios diputados leoneses presentaron una enmienda para que León fuera reconocido explícitamente como estado dentro de la República Federal Española. Posteriormente, el 4 de agosto, la Diputación de León aprobó una reclamación para que la provincia se constituyera como estado uniprovincial, separado de Castilla la Vieja. El 7 de agosto, el comité republicano federal de León envió una petición a las Cortes solicitando la modificación del proyecto constitucional en lo referente a la provincia. Entre los firmantes estaba Juan Téllez Vicén, quien años antes había participado en el Pacto Federal Castellano (La Igualdad, 7 de agosto de 1873).
En julio de 1873, ante la lentitud del proceso republicano y la insatisfacción del sector federalista intransigente, estallaron insurrecciones cantonalistas en varias localidades de Castilla, como Salamanca, Béjar, Ávila y Camuñas, con intentos fallidos en Toro y Valladolid. Estas revueltas fueron lideradas por firmantes del Pacto Federal Castellano, como Pedro Martín Benitas, Aniano Gómez o Luis Villaseñor. El movimiento cantonalista en Castilla buscaba coordinarse con otras provincias para formar cantones y constituir un Estado Castellano capaz de sostener la República Federal y combatir la guerra carlista. La declaración de los republicanos federales de Ávila del 20 de julio de 1873 reflejaba este objetivo.
Según Máiz (2009), esta crisis situó a Pi i Margall en el centro del conflicto. Como presidente de la República tras la dimisión de Figueras, defendió una Constitución federal desde el poder constituyente, en contraste con la federación espontánea de cantones. Fue criticado tanto por la derecha, que lo acusó de inspirar el cantonalismo, como por la izquierda, que lo tachó de legalista por no proclamar la república federal por decreto. Finalmente, el proyecto constitucional fue abandonado por sus sucesores Salmerón y Castelar. Para Domènech (2020), la Primera República representó la última oportunidad de construir un Estado alternativo al modelo centralista heredado de la monarquía borbónica desde 1714.
Tras el golpe de Estado del general Pavía en enero de 1874, los republicanos, como Pi i Margall, fueron relegados a la clandestinidad. Pi fue confinado en Andalucía y se dedicó a reorganizar el partido republicano, defender el federalismo frente al unitarismo de otros líderes republicanos y desarrollar su pensamiento político. Fruto de este trabajo fue su obra Las Nacionalidades (1877), donde defendió la República federal como alternativa al Estado-nación centralista, basándose en las nacionalidades históricas de España. Pi i Margall no dudó en señalar que “Castilla fue entre las naciones de España la primera que perdió sus libertades; las perdió en Villalar frente al primer Rey de la Casa de Austria”.
AUTONOMÍA Y PACTISMO EN EL FEDERALISMO PIMARGALLIANO
En el Primer Congreso Catalanista de 1880, Vallés i Ribot defendió una visión solidaria del catalanismo, destacando que el renacimiento de Cataluña no debía implicar enfrentamiento con otras regiones, sino compartir con ellas un proyecto común de regeneración cultural y política. Recordó que Castilla, Aragón, Valencia y Mallorca también fueron víctimas del absolutismo, como lo demuestra la represión de los comuneros, la ejecución de Lanuza y la derrota de las Germanías.
En este contexto, en 1881, Valentí Almirall rompió con el Partido Republicano Federal por sus diferencias con Pi i Margall sobre el modelo federal y la cuestión catalana. Este paso marcó su giro hacia el catalanismo político, que se consolidó con la fundación del Centre Catalá en 1882. Aunque el catalanismo no se estructuró políticamente hasta la creación de la Lliga Regionalista en 1901, en 1910 surgió la Unió Federal Nacionalista Republicana como alternativa progresista, con figuras como Francesc Layret, Pere Corominas y Jaume Carner.
En marzo de 1881, Pi i Margall pronunció un discurso en Zaragoza en el que defendió con firmeza el federalismo pactista, presentando el programa del Partido Federal en contraposición a las posturas unitaristas de Castelar, Figueras y otros demócratas no pactistas. En su intervención, subrayó que el pacto debía ser la base de la constitución de los pueblos, recordando ejemplos históricos como el Pacto de Tortosa y el Pacto Federal Central, firmados incluso por quienes ahora lo negaban. Días después, el 27 de marzo, presidió el Banquete Democrático-Autonomista en Santander, donde se exhibieron símbolos como el pendón morado de los comuneros, evocando el espíritu del pacto castellano. El acto recibió adhesiones de los comités de Briviesca, La Rioja Alta y desde Londres, donde el santanderino Prudencio Sañudo —firmante del Pacto Federal Castellano de 1869— reafirmó su compromiso con el pactismo como base del gobierno democrático. También Lucas Guerra, desde Valladolid, expresó el deseo de reconstruir el pacto entre provincias castellanas.
El 29 de marzo se celebró un nuevo acto en el Teatro Calderón de Valladolid, también presidido por Pi i Margall, con la asistencia de unas cinco mil personas. Allí se destacaron los vínculos históricos, económicos y sentimentales entre Santander y Valladolid, y se abogó por renovar el pacto de 1869. En mayo de ese mismo año, el periódico La Voz Montañesa criticó duramente a los seguidores de Castelar por abandonar los ideales pactistas, acusándolos de inconsecuencia ideológica. Finalmente, en mayo de 1882, la junta del Partido Republicano Democrático Federal, presidida por Pi i Margall, ratificó solemnemente los principios de autonomía y pacto, declarando que no podía considerarse federal a quien los negara. En la clausura de la asamblea se brindó por las clases proletarias, por los mártires de la federación —como Orense, Cámara y Salvochea— y por los Comuneros de Castilla, considerados precursores del ideal federal en el siglo XVI.
El 31 de mayo de 1883 se celebró en Zaragoza la II Asamblea Federal Española, en la que el Partido Republicano Federal presentó su proyecto de Constitución para la República Democrática Federal Española. Se produjo un intenso debate entre partidarios del provincialismo y defensores del municipalismo como base del federalismo. El santanderino Coll y Puig propuso una enmienda de corte provincialista, pero fue refutado por el catalán Baldomer Lostau, quien argumentó que la noción de provincia evocaba el unitarismo monárquico, mientras que el municipio debía ser la célula fundamental del sistema federal. El vallisoletano Lucas Guerra reforzó esta idea, señalando que el verdadero federalismo debía organizarse mediante la agrupación de municipios en regiones, no en provincias.
Lostau insistió en que la soberanía debía reconocerse primero a los pueblos, y propuso un modelo de organización estatal basado en un hecho revolucionario, en clara alusión a la revuelta comunera del siglo XVI y al cantonalismo del Sexenio Democrático. Entre las dos asambleas federales (1882 y 1883), se redactaron diversos proyectos constitucionales en regiones como Cataluña, Asturias, Galicia, La Rioja, Aragón, Navarra, Extremadura y Andalucía, así como en los cantones de Almería y en las provincias de León, Valladolid y Zamora. Estos proyectos mostraban diferencias ideológicas y estructurales significativas.
En Galicia y Asturias se elaboraron propuestas independientes del Pacto Federal Galaico-Asturiano de 1869. El proyecto navarro, sin embargo, fue rechazado por su carácter tradicionalista y confesional, ya que se remontaba al Reino de Pamplona anterior al siglo XIII y proponía leyes inspiradas en la moral católica, lo que lo hacía incompatible con el federalismo pactista. Su autor, Serafín Olave, fue expulsado de la Asamblea. El proyecto andaluz fue el más avanzado socialmente, manteniendo el principio soberanista “de abajo a arriba” heredado del cantonalismo. Se debatieron varias opciones: un único Estado andaluz, dos Estados (Andalucía Alta y Baja), ocho cantones provinciales, e incluso un cantón independiente para Cádiz, inspirado en las ciudades libres alemanas como Hamburgo.
Aunque hubo representantes de varias provincias castellanas, solo se presentaron dos proyectos: el de La Rioja y el de las “provincias regionadas” de León, Valladolid y Zamora (Sánchez Collantes, 2015). Este último, conocido como la Constitución Federal de Toro, se consideraba un proyecto para Castilla la Vieja, según Pérez Trujillano (2013), aunque con un enfoque liberal alejado del socialismo. El proyecto riojano, firmado por Juan Sayol, defendía el cantonalismo municipalista y el principio federativo, incluyendo una cláusula de ciudadanía compartida “por lazos de simpatía”, similar a la del proyecto navarro. Según algunos autores, como Sáez Miguel (2019), respecto del proyecto riojano “aunque algunos han querido ver en esta decisión una reafirmación de un sentimiento regionalista, tal vez sea necesario valorar también el hecho de que el republicanismo castellano no parecía estar muy organizado en aquel momento. De las diecisiete provincias que formaron parte del Pacto Federal Castellano en el año 1869 casi tres lustros después solo participaron cuatro: la riojana, que redactó el proyecto constitucional al que estoy haciendo referencia, y Zamora, León y Valladolid, que aunaron sus esfuerzos en la conocida como Constitución Federal de Toro”.
REGIONALISMO EN DEFENSA DE LOS INTERESES CASTELLANOS
Los primeros indicios de regionalismo castellano pueden rastrearse desde la década de 1860, cuando comenzaron a surgir asociaciones con fines económicos, especialmente impulsadas por las diputaciones provinciales. Según Celso Almuiña Fernández (1984), estas iniciativas respondían a la necesidad de defender los intereses castellanos ante las crisis agrícolas y comerciales, y se intensificaron durante el Sexenio Revolucionario, con reuniones promovidas tanto por federalistas como por carlistas. En la década de 1880, se celebraron numerosos congresos, asambleas y exposiciones en distintas provincias castellanas, que reflejaban una creciente conciencia regional. La necesidad de coaligarse con los catalanes para lograr un arancel más favorable también motivó encuentros interregionales.
El trasfondo común de estas reivindicaciones, como señala Almuiña (1984), era la defensa de los “auténticos intereses de Castilla”, entendidos como los intereses de la burguesía harinera, cuyo instrumento de protección era el arancel. Esta burguesía, según González Clavero (2002), se consolidó como el grupo económico más influyente en Castilla y León, especialmente en el triángulo formado por Valladolid, Palencia y Medina de Rioseco, aunque con ramificaciones en Burgos, León, Zamora y Segovia. Su auge se debió a factores como las desamortizaciones, la mejora de las infraestructuras de transporte (carreteras, ferrocarril, Canal del Duero), el desarrollo del telégrafo y de la prensa especializada —con El Norte de Castilla como principal portavoz—, así como un sistema financiero dinámico que convirtió a Valladolid en una de las principales plazas financieras del país.
Un hito destacado fue la I Exposición Castellana celebrada en Valladolid en septiembre de 1859, que reunió a representantes de las once provincias de Castilla la Vieja y León. Aunque su objetivo era económico, Almuiña (1984) la considera un “aldabonazo” para impulsar una acción regional común. A partir de entonces, la burguesía harinera promovió una política proteccionista frente a la competencia de los cereales rusos, oponiéndose a medidas librecambistas como el arancel de 1869 impulsado por Laureano Figuerola. No obstante, como advierte Enrique Orduña (citado por González Clavero, 2002), a esta defensa económica le faltó una articulación política sólida, a diferencia de lo que ocurrió en Cataluña.
En 1881, el diario La Mañana (17 de julio de 1881) recogía el manifiesto proteccionista de El Independiente Zamorano, destacando que el castellanismo comenzaba a emerger como respuesta al catalanismo. En 1884, El Correo de Cantabria (3 de diciembre de 1884) denunciaba los efectos de una “guerra económica” contra Santander y reproducía un llamamiento de La Voz de Castilla a la unidad de las provincias castellanas para defender sus intereses comunes. Ese mismo año, se celebró en Valladolid una reunión de presidentes de diputación de varias provincias (Ávila, Burgos, León, Segovia, Santander, Valladolid y Zamora) para oponerse a un tratado comercial con Estados Unidos que amenazaba las exportaciones de trigo. En Burgos, un manifiesto firmado por representantes provinciales denunciaba el estancamiento agrícola y la despoblación del campo, reclamando una acción conjunta ante la crisis.
En conjunto, estos movimientos reflejan un incipiente regionalismo castellano de carácter económico, centrado en la defensa de los intereses de la burguesía cerealista y articulado en torno al proteccionismo. Aunque no llegó a consolidarse como un movimiento político estructurado, sí expresó una conciencia regional que buscaba influir en las políticas del Estado central.
El 22 de marzo de 1885, la Liga de Contribuyentes de Salamanca publicó en La Revista Mercantil de Valladolid un artículo titulado ¡Ahora o nunca!, en el que se hacía un llamamiento urgente al despertar del país castellano, tomando como ejemplo la actitud decidida de los representantes catalanes en defensa de sus intereses económicos. El texto elogiaba el éxito de Cataluña al frenar un tratado comercial con Estados Unidos que amenazaba su industria, y lo contrastaba con la pasividad de los diputados castellanos, a quienes acusaba de inacción, falta de patriotismo y desinterés por los problemas de su tierra. El artículo apelaba a la memoria histórica y al orgullo regional, instando a Castilla a actuar con la misma energía y unidad que Cataluña. En uno de sus pasajes más contundentes, se dirigía directamente a los representantes castellanos: “¡Aprended, diputados de Castilla, aprended a ser patriotas, aprended a ser enérgicos defensores de los fueros e intereses cuyo amparo se os confía, aprended a ser representantes de un pueblo mártir en los representantes de un pueblo viril y prestigioso, en los representantes de Cataluña!”. La expresión “país castellano” aparece reiteradamente en el texto como una forma de reivindicar una identidad regional propia, con entidad política y económica, que debía dejar atrás la resignación y la pasividad para convertirse en sujeto activo de sus propios intereses.
Este discurso tuvo continuidad en la Asamblea de las Ligas Castellanas, celebrada en Santander en enero de 1886, donde se consolidó un incipiente regionalismo castellano. En ese encuentro, Juan Díaz Forcada destacó su labor de propaganda en ciudades como Valladolid, Palencia y Santander, y defendió la necesidad de que Castilla siguiera el ejemplo de otras regiones como Valencia y Cataluña, que luchaban activamente por sus intereses.
Estos textos y actos reflejan cómo, en el contexto de la crisis agrícola y comercial de finales del siglo XIX, comenzó a gestarse una conciencia regional castellana, que veía en el modelo catalán un espejo en el que mirarse. Aunque este castellanismo no llegó a articularse como un movimiento político estructurado, sí expresó una creciente voluntad de defensa de los intereses económicos y sociales de la región, y una crítica abierta tanto a la marginación sufrida por parte del Estado central como a la pasividad de sus propios representantes.
El 8 de noviembre de 1886, el escritor y político Gaspar Núñez de Arce pronunció un discurso en el Ateneo Científico y Literario de Madrid en el que abordó críticamente la evolución histórica de Castilla y su papel en la política española. En su intervención, Núñez de Arce lamentó que, tras la Reconquista, el advenimiento de la dinastía de los Austrias supusiera un giro negativo para las libertades castellanas. Según él, Castilla fue arrastrada a la política internacional por intereses ajenos —los de la Corona aragonesa— y se vio obligada, incluso vencida, a participar en guerras lejanas que solo le reportaron una gloria efímera y una decadencia profunda. Denunció que las Cortes castellanas fueron forzadas a conceder subsidios bajo presión, y que la antigua constitución del reino fue mermada por la imposición del poder real.
Núñez de Arce también rechazó la idea de que Castilla hubiera ejercido un dominio absoluto sobre el resto de España, recordando que los naturales de todos los antiguos reinos habían accedido a los más altos cargos del Estado. Además, señaló que en las Cortes de su tiempo, los diputados de regiones con lenguas, leyes o estructuras administrativas distintas a las de Castilla —como Cataluña, Aragón, Navarra o Galicia— constituían la mayoría. A su juicio, el problema no residía en la legislación, sino en la debilidad estructural de las provincias y municipios, dominados por el caciquismo, la pobreza y la corrupción, lo que había llevado al envilecimiento del cuerpo electoral.
Aunque su discurso contenía críticas al regionalismo intransigente, fue interpretado por algunos sectores catalanistas como un ataque directo. En respuesta, durante un mitin de los federalistas catalanes, se protestó por los “conceptos injuriosos y calumniosos” de Núñez de Arce. Sin embargo, el líder catalanista Josep Maria Vallés i Ribot intervino para calmar los ánimos, subrayando que el conflicto no debía plantearse como una lucha entre regiones, sino como una causa común contra el centralismo. En sus palabras: “Aquí el catalanismo se enemista con una región, y de región a región se entabla titánica lucha, avivando el fuego de los odios y el deseo de venganza (...). Lo que nos envilece es el unitarismo, el poder central que ata de pies y manos nuestra vida económica, política y administrativa.”
Vallés i Ribot incluso ironizó sobre el discurso de Núñez de Arce, agradeciéndole su defensa de Castilla y afirmando que, en el fondo, había demostrado ser un regionalista castellanista: “Doy un expresivo voto de gracias a D. Gaspar Núñez de Arce que considero correligionario nuestro, pues ha demostrado ser regionalista, es decir, castellanista (...). Nosotros queremos libertad dentro del régimen interior, como la queremos para las demás regiones, Castilla inclusive, porque lo mismo deseamos para Cataluña que para Castilla.”
Este episodio refleja cómo, en el contexto de la Restauración, el regionalismo catalán y el incipiente castellanismo podían coincidir en su crítica al centralismo, aunque partieran de trayectorias históricas y sensibilidades distintas. El discurso de Núñez de Arce, aunque conservador en su forma, evidenciaba una conciencia crítica sobre la situación de Castilla, que fue interpretada por los federalistas como una oportunidad para tender puentes entre regiones en favor de la descentralización.
Según González Clavero (2002), la oposición al librecambismo fue uno de los factores clave que impulsaron la formación de la Liga Agraria, una organización que aglutinó a sectores diversos del espectro político en defensa de los intereses económicos de Castilla y León. En este contexto, figuras como Claudio Moyano, José Muro y Germán Gamazo —de ideologías conservadora, republicana y liberal respectivamente— se convirtieron en los principales impulsores de esta alianza, que cristalizó en 1887 con la creación formal de la Liga.
Durante la Restauración, la burguesía harinera de la cuenca del Duero desempeñó un papel fundamental en el desarrollo del incipiente regionalismo castellanoleonés. Esta clase social, que ya se había organizado durante la Revolución de 1868 (“La Gloriosa”) a través de entidades como la Asociación Agrícola por la iniciativa privada, defendía lo que denominaba los “auténticos intereses de Castilla”, centrados principalmente en el proteccionismo cerealista. Su objetivo era evitar la entrada de cereales extranjeros, especialmente rusos, que amenazaban la competitividad de la producción local.
La influencia de este lobby castellano fue notable durante los años 80 del siglo XIX, logrando importantes avances en la defensa del proteccionismo frente a las tendencias librecambistas de los gobiernos liberales. La Liga Agraria, aunque no llegó a constituirse como partido político, representó una alianza transversal de intereses económicos que trascendía las divisiones ideológicas tradicionales. Fue, en palabras de González Clavero (2002), una expresión clara de cómo la defensa de intereses económicos concretos —en este caso, los de la burguesía cerealista— podía articular un discurso regionalista en Castilla y León, aunque sin llegar a consolidarse en una estructura política duradera.
ENTENDIMIENTO ENTRE EL CASTELLANISMO Y EL CATALANISMO
En la última década del siglo XIX, comenzó a gestarse un diálogo entre el castellanismo y el catalanismo, basado en la crítica compartida al centralismo y en la reivindicación de una España plural, compuesta por regiones con identidad propia. Aunque el castellanismo no alcanzó la articulación política del catalanismo, sí emergió como una voz que buscaba dignificar a Castilla no como centro de poder, sino como una región más, necesitada de regeneración y respeto.
El 8 de julio de 1893, el semanario católico El Oxomense, editado en El Burgo de Osma (Soria), publicó un artículo titulado “Acento Regionalista”, firmado por Ceferino Amós, en el que por primera vez se abogaba explícitamente por la creación de un “partido castellano, el partido regionalista”. En su texto, Amós denunciaba el abandono político y económico que sufría Castilla la Vieja, a la que describía como “la región más pobre y la menos compadecida de todas las de España”. Reclamaba una reacción organizada frente al centralismo, y llamaba a la unidad de los castellanos bajo el grito de “¡Viva Castilla!”, por encima de las divisiones partidistas.
Este gesto fue recibido con entusiasmo por sectores del regionalismo catalán. El 14 de octubre de 1893, El Oxomense publicó una carta enviada por Ferrán Alsina, miembro de la Lliga de Catalunya, en la que felicitaba al periódico soriano por su defensa del regionalismo castellano. Alsina destacaba que otras regiones como Galicia, Asturias, Navarra, Aragón o Cataluña ya contaban con defensores del ideal regionalista, y celebraba que también en Castilla comenzara a oírse esa voz. Ceferino Amós respondió con una reflexión profunda sobre la incomprensión que había rodeado al regionalismo en Castilla, donde se había percibido como un movimiento separatista o meramente romántico. Aclaraba que Castilla no aspiraba a dominar a ninguna otra región, sino a derribar el centralismo, al que describía como un “monstruo de treinta y seis cabezas” que succionaba la sangre de todas las provincias. Reivindicaba una administración justa que permitiera a Castilla desarrollarse según su propio carácter, sin imposiciones externas. En un gesto de fraternidad, concluía: “Enviamos el más cordial abrazo a nuestros hermanos del otro lado del Ebro y sentimos no poderles ofrecer más que nuestro débil apoyo. Con él cuenten los regionalistas de verdad, aquellos que sin ulteriores miras políticas procuran el renacimiento de la verdadera España, con la resurrección de sus respectivas regiones.”
Este entendimiento entre castellanismo y catalanismo fue reforzado por otras voces. El 9 de junio de 1894, el semanario Lo Geronés, portavoz del Centre Catalanista de Girona, publicó un artículo del historiador Josep Cortils i Vieta en el que incluía a Castilla entre las “antiguas nacionalidades de la península ibérica”, junto a Cataluña, Aragón, Navarra, Vizcaya, Valencia y Mallorca. Cortils, que había participado en el Primer Congreso Catalanista de 1880, cuestionaba la unidad española como una construcción impuesta por los monarcas, en detrimento de las libertades regionales. Finalmente, el 27 de enero de 1895, La Veu de Catalunya publicó un artículo firmado por F. Dausa, que observaba con cierta sorpresa y escepticismo el despertar del regionalismo castellano. El autor reconocía que “hacía años que no se recordaba una situación semejante en Castilla”, y aunque expresaba dudas sobre sus implicaciones para la unidad nacional, admitía que este movimiento podía representar el despertar de una conciencia nacional castellana, alejada de las ambiciones centralistas del pasado.
LOS PRIMEROS REGENERACIONISTAS
A finales del siglo XIX, el regeneracionismo se convirtió en una de las corrientes ideológicas que más impulso dio al regionalismo castellanoleonés, especialmente en Castilla y Aragón. Según González Clavero (2002), entre las figuras más destacadas de este movimiento en Castilla y León se encuentran Ricardo Macías Picavea y Gumersindo de Azcárate, quienes supieron articular una crítica profunda al sistema político de la Restauración y al centralismo que asfixiaba a las regiones.
Uno de los antecedentes más significativos fue la obra del farmacéutico soriano Elías Romera, quien en 1896 publicó La Administración local. Reconocidas causas de su lamentable estado y remedios heroicos que precisa. Esta obra, considerada por González Herrero (1978) como el primer libro castellano que plantea una actitud de regionalismo militante, anticipó muchas de las ideas que más tarde desarrollarían los pensadores castellanistas, como la familia Carretero.
En ese mismo clima intelectual, el 24 de abril de 1897, con motivo de la efeméride comunera de Villalar, el semanario La Tempestad de Segovia dedicó un número especial a Juan Bravo y las Comunidades de Castilla, con colaboraciones de autores como Víctor G. de la Bodega, Darío Velao, Felipe Olmedo, José Rodao y el propio Macías Picavea.
Ese mismo año, Macías Picavea —nacido en Santoña pero afincado en Valladolid— publicó La Tierra de Campos, considerada por la prensa de la época como la primera novela regionalista de Castilla la Vieja. Dos años después, en 1899, publicó su obra más influyente: El problema nacional: hechos, causas, remedios, donde abordaba una crítica demoledora al caciquismo, al falso parlamentarismo y a la falta de autonomía regional. Desde una posición progresista y republicana, defendía la necesidad de que los territorios se constituyeran en órganos autónomos, capaces de gestionar sus propios asuntos sociales, económicos y políticos.
Su pensamiento estaba profundamente influido por su formación como geógrafo, lo que le llevó a concebir la Cuenca del Duero como una unidad regional natural, con identidad propia. Desde esa perspectiva, Macías Picavea propuso una regeneración de España basada en el reconocimiento de sus regiones históricas, entre ellas Castilla, no como centro hegemónico, sino como una más entre iguales, necesitada también de descentralización y autogobierno.
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