Del Miércoles, 15 de Octubre de 2025 al Sábado, 18 de Octubre de 2025
Obituario. En memoria de una madre

“Entre las notas / que tengo escritas en mi cartera, / está el siete de diciembre / que son tus días Eugenia…”.
Son versos del tío Hipólito que recitaba con frecuencia quien ya no está entre nosotros, Eugenia Gallego Bermejo (Mingorría, 1929-Ávila, 2023), la madre, recientemente fallecida y a quien tanto quisimos.
Notas éstas que declamaba en vísperas del fatal destino. Se cumplió así lo inevitable, y acudimos a cerrar sus ojos respondiendo a Gustavo Adolfo Bécquer: “cuando la muerte vidríe / de mis ojos el cristal, / mis párpados aún abiertos, / ¿quién los cerrará?”.
Y es que “la muerte inclina la cabeza y llora”, dijo Rilke, llora en silencio, muda, quieta. Y para el que se queda añade W. Shakespeare: “cuando haya muerto, llórame tan sólo / mientras escuches la campana triste”.
Mientras tanto, los vivos se quedan con el gemido, y “nadie gemirá nunca bastante”, escribió Vicente Aleixandre.
Todos los días muere alguien. Hablamos de la muerte natural que siempre impacta sorpresivamente: “Bien venga, cuando viniere, / la muerte: su helada mano / bendeciré si hiere...”, anotamos con Amado Nervo.
Un sentimiento que nos acerca a la soledad del alma ante la ausencia de los seres queridos que se fueron: “Sé sabia, pena mía, y permanece en calma”, escribió Baudelaire.
Al llegar la noche oscura, los recuerdos entran en ebullición, y es cuando asaltan los versos de Pablo Neruda: "Puedo escribir los versos más tristes esta noche. / Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido".
Para ello, antes decimos con Jorge Guillén: “Y un día entre los días el más triste / será. Tenderse deberá la mano / sin afán. Y acatando el inminente / poder diré sin lágrimas: embiste, / justa fatalidad…”.
Eugenia representa a tantas y tantas mujeres fuertes de nuestros pueblos. Hija de labradores, David y Fructuosa con otros seis hermanos, tenía ascendencia vasca en su familia paterna de apellido Ibarzábal. Aquellos llegaron desde Zornotza (Amorebieta) durante la construcción de la línea férrea del Norte mediado el siglo XIX, y se asentaron en Mingorría, la antigua colonia vasca de tiempos de la repoblación medieval. Tierras norteñas que, a su vez, acogieron a parte de la familia materna en la emigración.
En su niñez, Eugenia fue una aventajada alumna de la escuela rural de la posguerra. Siempre recordaba sus buenas notas y el cariño de la maestra por su vivacidad.
Luego, de joven, aprendió corte y confección “maestras de la costura” que despertaban habilidades entre las mozas del pueblo. La única salida que tenían las mujeres que se quedaban en casa. Y aquí también fue modelo para revistas agrarias trillando en la era.
Faenas que recordaba cuando se contrataban los segadores en el Mercado Chico de Ávila por San Pedro, igual que los tiempos de esquileo, vendimia y de matanza, mezclados con imágenes de arrieros y trajinantes, copleros, mendicantes, y celebraciones festivas y enamoramientos.
Con veintisiete años contrajo matrimonio con Jenaro Sanchidrián Vázquez, hijo de lecheros y cabreros. Pasados siete años de matrimonio, Eugenia enviudó, quedándose sola con un niño (Jesús María) y una niña (Isabel) de cinco y cuatro años.
Entonces, recuerdo que yo “era muy niño cuando descubrí / que la gente se moría”, como versificó Juan Carlos Onetti.
Y siguiendo a Octavio Paz “hoy recuerdo a los muertos de mi casa”. Tiempo que vuelve insistentemente:
“Estas visitas que nos hacemos, / vos desde la muerte, yo / cerca de ahí, es la infancia que / pone un dedo sobre / el tiempo…”, apunta Juan Gelman.
Lo mismo que ocurre en todas las casas cuando llega el momento que siempre nos parece intempestivo, ese que se refleja diariamente en el tablón de esquelas que desconcierta la curiosidad callejera, turba a los parroquianos y conmueve a familiares y conocidos.
Pero, en palabras de Alfonso Reyes: “¡Qué natural lo que se acaba / cuando ya se acaba por sí! / Voy con la razón satisfecha, / dormido, contento, feliz”.
Así quisimos ver a Eugenia en sus últimos días, igual, con el deseo cumplido de estar en paz, alcanzando la serenidad que buscaba Santa Teresa cuando clamaba: “muero porque no muero”.
En busca de un futuro mejor, Eugenia se empleó en el Colegio Hogar Batalla del Jarama, de Madrid, donde trabajó durante treinta años. Aquí, en el palacio renacentista de Paracuellos que perteneció al linaje de los Medinaceli, levantado sobre las terrazas del río Jarama, participó en la educación afectiva de cientos de niños a los que se enseñaban las primeras letras, además de darles alojamiento, vestido, manutención y otros cuidados en los que se implicó, al tiempo que sus hijos universitarios hicieron carreras de Derecho.
Eugenia es nombre de planta de flores. Y como todas las flores, “mueren las rosas / a pesar de la lluvia”, habla Clara Janés. Igualmente, los geranios rojo fuego murieron cuando faltó la luz y el calor, dejando huérfana la casa mingorriana donde vivió y nacieron sus hijos, construida en 1936 al comienzo de la guerra y abierta de par en par con flores a la puerta. Ahora, como Miguel Hernández, “yo quiero ser llorando el hortelano / de la tierra que ocupas y estercolas”, dicen los hijos, quienes harán nuevas sembraduras. Y es que en la casa, uno parece siempre sentirse vivo.
A propósito de ello, contaba Eugenia: “Un día, su hermano David, sacerdote, fue a dar la extremaunción a un anciano, y le dijo: - Bueno, ha sido feliz en vida, y ahora pasará a un lugar mejor, el cielo, donde le espera Dios. A lo que el anciano contestó: - Mire usted. No diga eso, que como en casa, en ningún sitio”.
Eugenia también es nombre de la noble romana que habiendo vivido como varón murió mártir por su fe después de hacerse pasar por hombre en una sociedad. Lo mismo que nuestra Eugenia, que tuvo que hacer de padre y madre, igual que otras muchas mujeres luchadoras en aquellos tiempos difíciles.
Y curiosa coincidencia, el 25 de diciembre, festividad de Santa Eugenia, un terrible ictus fue el detonante que acabó con su vida, lo que ocurrió en su casa de Ávila, en la calle de Vasco de Quiroga, ese madrigaleño educador de la utopía mexicana con cuya tierra moreliana Ávila está hermanada.
La muerte le sorprendió dejando abierta las páginas de la poesía de Gabriel y Galán y de los listines telefónicos que copiaba repetidas veces con los nombres de familiares, paisanos y personas queridas, lista reducida por la muerte, a la que imploramos con María Zambrano: “Enseña, muestra tu cara a los mundos, / que ya no haya espacio, / ni cielos, ni viento, ni palabras”.
Finalmente, como remordimiento por la muerte de cualquiera, Borges lamenta que el fallecido quede “libre de la memoria y de la esperanza, / ilimitado, abstracto, casi futuro”. Y a ello respondemos con Vicente Aleixandre que la muerte “no es tu final como una copa vana / que hay que apurar…”, sino el principio de su rica memoria y experiencia vital que, como la nuestros mayores, nos sirve para construir nuestra propia historia.
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