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Por segundo año consecutivo, Ávila enseña su cementerio en forma de ruta cultural que denomina ‘Solsticio en la mano de nieve’, la cual trata sobre el arte y la arqueología con el título ‘Piedra y recuerdo’, sobre sus personajes ilustres bajo el nombre de ‘Familias y linajes in memoriam’, y sobre la figura del teólogo ‘Alfonso Querejazu, un ciudadano del mundo en Ávila’.
En esta ocasión comparto itinerario con mi amigo el arquitecto municipal ‘emérito’ Armando Ríos Almarza, y así figuro en los carteles con el subtítulo de técnico de urbanismo, en realidad letrado municipal y estudioso de nuestra historia común, la que configura el patrimonio cultural y etnográfico de esta tierra que tanto no une.
Y desde la arquitectura y la ordenación del campo dispuesto para los enterramientos, nos convertimos en guías de una ciudad de muertos que ahora es punto de encuentro para los vivos a través de la memoria y la herencia familiar de algunas celebridades.
Y lo hacemos siguiendo en esta ocasión el rastro de familias y linajes ‘in memoriam’, sugerente nombre del que nos atrae la impronta de personajes ilustres por su relevancia histórica, artística, intelectual, literaria o militar.
La ruta memorial que trazamos surge como parte de las ‘glorias de Ávila’ del último siglo, las cuales se suman al monumento que la ciudad levantó en 1882 en la plaza del Mercado Grande.
Las nuevas incorporaciones “gloriosas” se producen a partir de la inauguración del nuevo cementerio en 1890 levantado en el ensanche de la ciudad por el norte, un espacio actualmente urbanizado de forma singular, al que se llegaba por el antiguo camino de Mingorría que los lugareños enseguida asociaron con el recorrido que sigue a los sepelios.
Atrás quedaron los testimonios históricos y arqueológicos de los antiguos cementerios cristiano, musulmán y judío que flotan en el aire, y de otros enterramientos realizados en atrios parroquiales, templos, conventos y otros lugares. Espacios todos ellos que completan nuestro patrimonio funerario y el de los protagonistas hacedores de la ciudad.
Y todo se enmarca dentro del programa de visitas turísticas que ofrecen los cementerios, tomando como ejemplo la larga tradición europea que pretende fomentar y descubrir el patrimonio histórico y el arte funerario en estos lugares.
Con esta iniciativa municipal, Ávila se suma la red europea de cementerios donde éstos se promocionan como parte del patrimonio de la humanidad en la búsqueda de una mayor conciencia de su importancia en el marco un nuevo itinerario cultural diseñado por del Consejo de Europa.
Siguiendo entonces el ideario de la Asociación de Cementerios Significativos de Europa (ASCE) que agrupa a 22 países y 179 cementerios, diremos:
Los cementerios son parte de nuestro patrimonio material, por sus obras, esculturas, grabados, e incluso por su planificación urbana.
Del mismo modo, los cementerios son también parte de nuestro patrimonio inmaterial, de nuestra realidad antropológica, dando apoyo al entorno que rodea a los hábitos y prácticas relacionadas con la muerte.
Además, la memoria de los hombres y mujeres cuyos restos habitan los cementerios trasciende al hecho físico del enterramiento de cuerpos inertes, pues con su recuerdo se construye la historia de la ciudad que perdura inmortal en el tiempo.
Y, ciertamente, las rutas de los cementerios, como lugares de vida integrados a medio camino entre los espacios urbanos y naturales, están directamente vinculados con la historia y la cultura de la comunidad a la que pertenecen y en ellos encontraremos muchas de nuestras referencias identitarias.
Ávila sigue aquí la estela de otros cementerios renombrados como los de Madrid, Barcelona, Valladolid, Granada, San Sebastián, Valencia, Londres, París, Berlín o Roma, donde se homenajean de forma permanente sus personajes más ilustres para dar renombre a la ciudad y a su herencia cultural.
De esta manera, en el Panteón de los Hombres Ilustres de Madrid sobresalen, entre otras, las figuras de Sagasta, Cánovas del Castillo, Ríos y Rosas y Eduardo Dato, personalidades del mundo de la política de finales del siglo XIX y principios del siglo XX.
En el cementerio de Barcelona destacan los nombres de músicos, pintores, políticos, revolucionarios, escritores, arquitectos, futbolistas, criminales famosos, etc., y entre ellos citamos a Albéniz, Cambó, Ramón Casas, Cerdá, Companys, Durruti, Ruiseñol o Zamora,
En cementerio de Valencia se hallan los restos de Blasco Ibáñez y Sorolla; en San Sebastián los de Clara Campoamor; en Mondoñedo (Lugo) los de Alvaro Cunqueiro; y en el panteón de hombres ilustres de Valladolid pueden visitarse las sepulturas de Zorrilla, Rosa Chacel o Miguel Delibes.
En Berlín encontramos a Bertolt Brecht; en Roma en el panteón español a Jorge Santayana; en Londres llaman la atención las sepulturas de Karl Marx, de la familia de Charles Dickens y del químico Michael Faraday; y en París Voltaire, Rousseau, Víctor Hugo, Zola y Monnet.
El recorrido que ideamos en Ávila pasa entonces por la visita sosegada del lugar donde fueron enterrados algunos de los hombres ilustres que dejaron su impronta en la ciudad, y lo hacemos partiendo de la plaza de entrada donde un obelisco o columna coronada reza “cruz de los olvidados”.
En otros casos, lo haremos a través de la huella que dejaron en el recuerdo de la familia que testimonia su linaje, y cuyos miembros yacen en el lugar con hueco para el personaje que recuperamos para la memoria colectiva de la ciudad.
En el cementerio de Ávila nuestro viaje iniciático transita por su calle principal, que es la calle mayor de su necrópolis moderna, la parte más noble donde se levantan panteones majestuosos a modo de pequeños santuarios que dan escala al señorío de la época.
Los sepulcros suntuosos diseñados como pequeños templos configuran la línea de fachada de lo que es la parte de enterramientos de la ciudad más señorial, pues el resto es campo abierto sembrado de cruces y lápidas.
El esplendor de la riqueza arquitectónica que encierra el cementerio data de la primera mitad del siglo XX, siendo los mausoleos construidos entonces el mejor exponente de su riqueza artística y del poderío económico de las familias adineradas de la época que eran , terratenientes, banqueros o ricos comerciantes.
Los panteones que ennoblecen el lugar nos dan idea de las antiguas familias que sobresalieron económica y socialmente en Ávila, las cuales han sido estudiadas de forma extraordinaria por Eduardo Cabezas a en su libro titulado ‘Los de siempre: Poder, familia y ciudad (Ávila 1875-1923)’.
Y en entre los títulos grabados en la fachada de estos panteones sobresalen los nombres del linaje formado por la ascendencia y descendencia familiar de los Paradinas y Paradinas-Pérez, los Picón, los Muñoz, los Aranguren y López-Aranguren, los de Ramón de Vega, los de Patricio Pérez y los De Paz, También los de los recientes nobles de privilegio Marqués de Casa Muñoz, Marqués de Arenas y Conde de Montefrío.
A ellos se suman los sepulcros y las lápidas más o menos monumentales de linajes tan ilustres como los llamados Aguirre, Albornoz, Benito, Bernaldo de Quirós, Caprotti, Castillo, Nebreda, Prieto, Repullés, Salvadiós, Sanchez, Sastre, Somoza-Serrano, Yruegas, Velayos, Zurbano etc. Así como el monumento funerario dedicado al militar y director de la Academia de Administración Militar Julián Vallespín.
Los nobles de sangre no suelen enterrarse en el cementerio abulense, ya que en su mayoría viven en Madrid cerca de la corte, o lo hacen en lugares de mayor “santidad” y relevancia, como fue el caso de los marqueses de Canales de Chozas (†1913) y de san Juan de Piedras Albas († 1942) que son enterrados en el panteón familiar que poseen en el convento de san José. Igual que el José Moreno-Guijarro de Uzábal, Marqués de la Casa Guijarro (†1900), que lo fue en la ermita de las Vacas.
Por ello, Azorín, siguiendo la guía de Valeriano Garcés de 1863, destaca en su discurso de ingreso en la Academia de 1924 que Ávila es la ciudad de los administradores, quienes gestionaban la propiedad de las casas de Abrantes, Alba, Medinaceli, Roca, Tamames, Cerralbo, Fuente el Sol, Obiesco, Campomanes, Parcent, Polentinos, Superunda, Torrearias y Montijo.
No obstante, aunque la nobleza está casi ausente en este cementerio, llaman la atención por su escasa ostentación y sobriedad las sepulturas de la antifranquista Duquesa de Valencia, María Luisa Narváez (†1983), y su amigo el Conde Alfonso María Toptani (†1973), originario de Albania y convertido al catolicismo con el apadrinamiento de la duquesa, así como las de los titulados Casa de Álvarez de Toledo, Marqués de San Miguel de Crox, D. Idelfonso de Torres y Sánchez (†1896); el afamado y olímpico jinete el Vizconde de Valoria, D. Alfonso Queipo de Llano y Acuña (†1979); la Condesa del Castillo de Vera, Dña María Sonsoles del Alcázar y Mitjans (†1943); y el XV Conde de Crescente, Don Felipe Silvela del Alcázar (†1995).
Y después de una primera aproximación a la necrópolis señorial, no queremos entreteneros en arquitecturas ni en aspectos materiales, ni tampoco en simbologías de la muerte ni en la naturaleza que la rodea, pues ello es motivo para otras rutas.
Y tampoco queremos repasar la relevancia nobiliaria o socioeconómica de las personalidades que señorean en peculiares templos mortuorios, y sí que lo hacemos fijándonos en personajes que destacaron por su contribución a la historia de las bellas artes y el pensamiento.
En el repaso humano de las celebridades que tienen su querencia y herencia familiar en el cementerio de Ávila, siguiendo la calle principal, y sin pretender agotar toda la memoria histórica que aquí yace, nos encontraremos con figuras como Güido Caprotti, Claudio Sánchez Albornoz, José Luís Aranguren, Antonino Prieto e Isidro Benito, así como los hijos de Repullés o los familiares abulenses de Santayana.
Y algo más lejos, en la zona de los nichos, y compartiendo el lugar con la Duquesa de Valencia, el Conde Alfonso María Toptani y el Vizconde de Valoria, sobresalen personalidades como la de Alfonso Querejazu (1900-1974), jurista, diplomático, sacerdote, profesor del seminario abulense y promotor de las Conversaciones Católicas de Gredos (1951-1968), que reunieron a casi toda la intelectualidad del momento. Sobre su interesante biografía puede leerse ‘Ávila y Alfonso Querejazu’, editado en 2001 por Sánchez Caro y González de Cardedal.
Todos los personajes que citamos en este artículo son una selección aleatoria de vidas que se redescubren en el paseo por el cementerio, sin intentar agotar ahora en el listado nominado toda la riqueza humana de los que nos precedieron.
La lista de personajes cuyos restos descansan en la tierra mortuoria abulense es demasiado larga, tanto que su repaso excede de estas líneas y de la breve ruta que trazamos ahora. Ya habrá oportunidades de rescatar otros nombres de igual o mayor reconocimiento.
Y en representación de los muertos y asesinados en las tapias del cementerio en tiempos de la guerra civil, quienes no tienen lápida en el lugar, nos queda el recuerdo y la reivindicación de la memoria del alcalde republicano de Villanueva del Campillo Pablo Barranco (†1936), y el escritor, periodista y traductor Manuel Ciges Aparicio (1873-1936), cuñado de Azorín y gobernador civil de Ávila cuando fue fusilado en agosto de 1936 y enterrado en este cementerio, igual que otros tantos abulenses que siguen en el anonimato y que reseña José Belmonte en ‘Ávila en la guerra civil’ (2012).
Ciges Aparicio, militante de Izquierda Republicana, compañero de filas de Claudio Sánchez Albornoz y amigo de Manuel Azaña, periodista combativo y precursor de la novela social, es considerado como un miembro menor de la Generación del 98, cercano al naturalismo y al estilo de su paisano Vicente Blasco Ibáñez, cuya biografía ha sido estudiada con profundidad Jesús Arribas en ‘Ciges Aparicio: la narrativa de testimonio y denuncia’ (1984). En sus novelas intenta reflejar la España real y rural, mezquina, empobrecida y miserable de su época. Y todo esto le costó la vida.
La ruta del cementerio de Ávila seleccionada en esta ocasión, sólo como ejemplo de futuros itinerarios, también lo es del callejero de la ciudad o de su arquitectura, pues en ambos espacios sobresalen los nombres o recuerdos familiares de nuestras ilustres personalidades.
El primer número de la calle encontramos la sepultura familiar de pintor Guido Caprotti (1887-1966), donde yacen su cuñado Alberto Maclean (†1980); a su mujer Laura de la Torre († 1988); su hijo el escultor y afamado deportista Oscar (†2003), quien diseñó con suma elegancia el mausoleo con bellos detalles escultóricos, esculpió un busto de Eugenio D´Ors y la imagen de piedra de la Virgen de la que preside la iglesia parroquial de Inmaculado Corazón de María; y su otro hijo el abogado Edgar (†2012).
Aunque nacido en Da Monza (Italia), Caprotti es hijo adoptivo de Ávila, ciudad a la que llegó que 1918 donde se casó y vivió. La mayor parte de su obra abulense se conserva en el Palacio de Superunda, palacio que fue su casa y estudio, y que próximamente abrirá sus puertas como museo de la ciudad. Cursó sus primeros estudios en Milán y luego en París hasta que se trasladó a España, donde repartió su vida entre Madrid, Balmaceda (Vizcaya) y Ávila, viajando con frecuencia en los últimos años a América, sobre todo a Méjico.
En la obra pictórica de Caprotti destacamos las representaciones de tipos de Ávila y el ambiente costumbrista de la ciudad y sus gentes, igual que también lo hicieron Chicharro y López Mezquita. Gracias a su pintura conocemos, con gran riqueza cromática, a nuestros paisanos, hombres y mujeres que llenaban calles y plazas en días de mercado, los rigores del invierno, los serenos de la noche, los feriantes y tratantes, y otros tantos aspectos de la sociedad rural y provinciana, a veces elegante, de esta vieja tierra castellana.
Y sobre la muerte de Caprotti, el periódico ‘La Vanguardia’ del 7 de septiembre de 1966 reseñó:
“A este mediodía han salido para Ávila, donde mañana recibirán sepultura, los restos mortales del eminente pintor italiano Guido Caprotti, que falleció ayer en Balmaceda a la edad de 78 años. Por la capital abulense el artista sentía una apasionada predilección hasta el extremo de haber expresado a sus herederos su voluntad de ser enterrado en ella, en el caso no ser posible el traslado de sus restos a su Monza natal”.
La figura de Caprotti también ha dado su nombre a una de las calles de la ciudad.
Siguiendo nuestro camino pronto se nos aparece un sencillo monumento funerario dedicado a Julián Vallespín González (1840-1894), quien fue profesor y director de la Academia de Administración Militar en los últimos años de su vida (1891-1894).
Vallespín falleció el 9 de mayo de 1894 víctima del ántrax y por sus méritos y actividad investigadora y docente, el Ayuntamiento de Ávila, en sesión del 11 de junio, dio su nombre a la antigua calle de la Rúa, calle donde se emplaza el Palacio de Polentinos sede de la Academia por cuya implantación y mantenimiento tanto ha luchado el consistorio.
Para honrar la memoria de Vallespín, se abrió una suscripción voluntaria entre los miembros de las distintas Intendencias de los Distritos con el fin de sufragar la construcción del monumento funerario, el cual fue construido por el aparejador y contratista de las obras de rehabilitación de la ciudad monumental Antonino Prieto (†1907), cuyos restos también yacen en la misma zona.
Varias lápidas reúnen sin grandes adornos los restos de Celedonio Sastre García-Serrano (1841-1930) y sus descendientes. Todos ellos fueron la familia abulense del filósofo Jorge Ruiz de Santayana (1863-1952).
Celedonio Sastre fue administrador y abogado, alcalde de Ávila y presidente de Caja de Ahorros, del Casino Abulense y de la Junta de Turismo de Ávila. Perteneció a la Comisión encargada de llevar hasta el Vaticano la petición de nombrar a Santa Teresa de Jesús Doctora de La Iglesia. Viudo y con seis hijos, en 1892 se casó en segundas nupcias con Susana Sturgis, hermanastra de Jorge Santayana, quien escribió sobre su cuñado:
“Era un propietario y también abogado, y poseía una finca a poca distancia de Avila (en Zorita de los Molinos, anejo de Mingorría), yendo a caballo, y una casa en la ciudad, pero su empleo principal era actuar de apoderado para dos o tres grandes propietarios (Duque de Valencia y Duque de la Roca) que tenían fincas en la provincia y vivían fuera”.
Santayana fue un pensador, filósofo y escritor universal, coetáneo de aquella generación de finales del siglo XIX. Su pensamiento es inclasificable, y de él se ha dicho que es materialista platónico, nihilista irónico, ateo espiritual y conservador sin compromiso político.
De sí mismo dejó dicho
“Cuanto más me limpio a mí mismo de mí mismo, mejor ilumino ese algo en mí que es más mí mismo de lo que soy yo: el espíritu”.
Santayana nació en Madrid, se crió en Avila desde los dos hasta los nueve años, se educó en Boston y fue profesor en Harvard (EE.UU.). Divulgó su pensamiento filosófico a todo el mundo desde las universidades de América y Europa, escribió numerosos libros y artículos, pronunció incontables conferencias, y fue un viajero infatigable, un trashumante, un ciudadano del mundo, cosmopolita culto, un poeta y un erudito penetrante que todos los años pasaba temporadas en la ciudad.
En la ciudad amurallada Santayana tuvo siempre su hogar familiar. Primero en la casa de su padre, sita en la plaza de Santa Ana, hasta que éste falleció en 1893. Luego en la casa de la plaza de Novaliches, actualmente llamada Plaza del Ejército, donde vivía su hermana Susana.
Y aunque Santayana cuando visitaba Ávila estaba en lugar sagrado, Ávila había hecho al filósofo, al filósofo escéptico, quien en 1930, al despedirse de la ciudad, a la que ya no volvería, escribió:
“Habiendo quemado así mis naves, dije adiós a Ávila y a España, sin duda para siempre. No derramé lágrimas. Retuve en mi interior todo lo que quería o podía ya disfrutar de España”.
Santayana hubiera preferido ser enterrado en Ávila, donde fallecieron su padre y su hermana Susana, pero le asustaba la “anticuada” sociedad española:
Ávila, escribió, “no habría sido un mal sitio para apartarse del mundo, pero la sociedad española, y su vida pública, no me atraían en absoluto, eran una verdadera barrera; y no era sólo que yo estuviese demasiado extranjerizado, si no también que España no era bastante España. Mi vida ha transcurrido durante la peor época de su historia. Cien años antes, o cien años después, pudiera no haberme dado ocasión para mi alejamiento”.
Antes de su muerte, Santayana expresó su deseo de ser enterrado en un cementerio católico, pero en una parte neutral, en coherencia con su posición de católico ateo que decía vivir en lo eterno. Sin embargo, dado que la zona en que pensaba Santayana estaba dedicada a suicidas y cuerpos no identificados, pensó como alternativa en un cementerio protestante.
Al final, la muerte le sorprendió recordando Ávila, su tierra amada, y pensando en España, lo que ocurrió pocos días después de renovar su pasaporte español y causa de un accidente sufrido en el consulado de Roma. Y como no dejó ninguna instrucción escrita sobre su funeral, fue enterrado en el panteón español del cementerio romano del Campo de Verano, donde figura el siguiente verso que dejó escrito: “Cristo ha hecho posible para nosotros la gloriosa libertad del alma en el cielo”.
Y nos dejó el siguiente poema titulado ‘Epitafio’:
“Belleza y juventud que nutríais la llama
que aquí quedó extinguida, callad su nombre amado
pues él no yace aquí. Dondequiera que estéis
él ama nuevamente y muere con vosotros.
Coged rosas silvestres y agitad los laureles
para vestir su gloria, no su falso renombre”.
Una calle y un instituto de educación secundaria de Ávila llevan el nombre de Jorge Santayana, y sobre la divulgación de su obra debemos citar las traducciones de Pedro García Martín y su libro ‘El sustrato abulense de Jorge Santayana’.
No muy lejos de aquí encontramos dos lápidas con los restos del viejo cementerio de Santa María de la Cabeza traslados hasta este nuevo. En ellas se hallan los hijos del Arquitecto Enrique María Repullés y Vargas (1845-1922): José María (†1882) y Concepción Repullés Fridrich (†1882).
Repullés ha sido el arquitecto monumental de Ávila por excelencia, ciudad en la que permaneció, aunque no de forma permanente, casi cuarenta años. Su trayectoria ha sido investigada con rigor José Luís Gutierrez Robledo en 1997 en el estudio preliminar a la edición facsímil de la monografía sobre ‘La Basílica de San Vicente’ escrita por el propio Repulllés en 1894.
En 1883, Repullés recibe el encargo para trazar el nuevo cementerio, si bien no lo aceptó por la premura del tiempo para su ejecución, siendo realizado finalmente por el arquitecto provincial Ángel Cossín y Martín († 1894), autor también de los panteones de Francisco Nebreda y Leoncio Cid que falleció en esta ciudad donde proyectó importantes obras. Por su parte, Repullés proyectó en 1892 el panteón de la familia Yruegas, y en 1898 publicó la monografía titulada ‘Panteones y sepulcros en los cementerios de Madrid’, de donde extraemos la siguiente idea sobre la arquitectura funeraria:
“Las ideas de la vida eterna y de la oración para conseguirlas, las de las virtudes de la religión y el cariño, flotan en aquellos sitios y se imponen al visitante, traduciéndose en formas simbólicas y en inscripciones piadosas, constituyendo eternas y petrificada oraciones de los vivos a favor de los muertos”.
“Los medios de exteriorización suministrados por los recursos infinitos del arte, son tan variados, que los cementerios cristianos, considerados solamente desde el punto de vista artístico, resultan cual museos donde pueden admirarse obras maestras de las tres bellas artes plásticas”.
El Ávila, el arquitecto Repullés desarrolló una intensa actividad restauradora en la basílica de san Vicente, la iglesia de la Santa, la capilla de Mosén Rubí, Las Murallas y el convento de santo Tomás. Y a él la ciudad le debe una parte importante de la conservación del patrimonio cultural del que presumimos.
Realizó también relevantes obras civiles como el nuevo Instituto de la calle de Rúa, un chalet en la calle Barruecos, el nuevo mercado cubierto, la capilla de las Adoratrices y la casa de Antonino Prieto, entre otras.
Y al mismo tiempo que trabajaba en Ávila, Repullés proyecta el nuevo edificio de la Bolsa y la casa de Sorolla en Madrid, la Basílica de Santa Teresa en Alba de Tormes y el nuevo Ayuntamiento de Valladolid, además de numerosos mausoleos y monumentos funerarios.
También dirige las obras de la catedral madrileña de la Almudena, ejerce como académico de la Real de Bellas Artes, es autor de abundantes libros, monografías y artículos y recibe importantes condecoraciones por su actividad arquitectónica. Todo un lujo para Ávila, su ciudad de adopción.
En una zona próxima a la avenida principal se encuentra el conjunto funerario de varias sepulturas relativamente sencillas de la familia del arquitecto Isidro Benito Domínguez (1870-1932), quien a lo largo de las dos primeras décadas del siglo XX diseñó un importante conjunto de panteones en el cementerio de Ávila, aunque no logró concluir el diseño del mausoleo familiar del que sólo hizo trazos para una lápida en 1910. Ejerció como Arquitecto diocesano, Arquitecto de Bellas Artes y Arquitecto municipal interino en 1924. Gracias a él Ávila entró en la historia de la arquitectura de la modernidad.
Falleció el diecisiete de abril de 1932, a la edad de sesenta y dos años en su domicilio de la madrileña calle Atocha, donde fue amortajado con el uniforme de la orden del Santo Sepulcro. Sus restos mortales fueron trasladados al cementerio abulense, y por la esquela publicada en el diario ABC del día 26 de abril de 1932 sabemos:
“El Ilustrísimo Señor Don Isidro Benito Domínguez, Arquitecto del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, de la Diócesis de Ávila, caballero de la Orden Militar del Santo Sepulcro, comendador de la Orden civil de Alfonso XII, etc., etc. Falleció el 17 de abril de 1932. Habiendo recibido los Santos Sacramentos y la bendición de Su Santidad. R.I.P.
Su viuda, la Ilustrísima señora doña María del Carmen Torres París; su padre, excelentísimo Sr. D. Isidro Benito Lapeña; sus hijas, doña María Teresa y doña Margarita; hijos políticos, D. José Maria Soldevilla y D. Luís Soldevilla; hermanas, doña Teresa Benito de Aguilar y la excelentísima señora marquesa de Arenas; nietos, hermanos políticos, sobrinos y demás parientes ruegan a sus amigos una oración por su alma”.
La arquitectura funeraria de Isidro Benito es de una extraordinaria relevancia por su original combinación de estilos modernista, secesionista, románico bizantino y art nouveau. Buen ejemplo de todo ello son los panteones de la calle principal del cementerio de Ávila realizados para las familias Sánchez Monge (1907), Condes de Montefrío (1907), Martínez de Tejada, actualmente Picón (1911), Paradinas (1911), Ramón de Vega (1919) y Patricio Pérez (1920).
Sobre el estilo arquitectónico de Isidro Benito Domínguez ha escrito en 2009 Maite Paliza Monduate un completo artículo titulado ‘El arquitecto Isidro de Benito Domínguez y la arquitectura modernista en Ávila’, y tomando como ejemplo la memoria del proyecto del panteón de los Condes de Montefrío podemos decir:
“La obra es de estilo ‘Románico Bizantino’, con el que se pretende crear una imagen de solidez y seriedad, ajena al recargamiento, con la que perseguía simbolizar la «tristeza» y la «amargura de la muerte» junto a la esperanza de la eternidad, a través de la «humildad y consistencia de la piedra empleada y los recursos majestuosos que nos ofrece el arte cristiano en sus contornos severos y sus líneas rectas”.
La ciudad de Ávila conserva extraordinarios ejemplos de la arquitectura modernista gracias al ingenio de Isidro Benito, como son los edificios de la calle Don Gerónimo ocupados actualmente por los comercios Tejidos Catalanes y la pastelería La Flor de Castilla, entre otros trabajos que desarrolló a lo largo de su carrera.
Y fruto de su afición a la fotografía nos ha llegado una interesante colección de vistas de la ciudad tomadas a finales del siglo XIX.
También se encuentra enterrado junto al hijo arquitecto su padre, el industrial y rico comerciante, además de relevante político e influyente prohombre, Isidro Benito Lapeña (†1933), quien fue presidente de la Diputación, senador, dueño de las fábricas de harinas y de la luz, cofundador de la Asociación Católica de Obreros y autor de diversos libros y artículos moralizantes, además de un hombre generoso y pródigo decía El Diario de Ávila en la necrológica de su muerte.
Uno de los sepulcro funerarios más antiguos del cementerio abulense sobre el que se levanta una gran cruz es el la perteneciente a la familia Sánchez-Albornoz, un linaje de especial raigambre en la historia política de Ávila en el que sobresalen los nombres de Claudio Sánchez-Albornoz Rodríguez (†1887), Alcalde de la ciudad en 1874-1877 y Presidente de la Diputación en 1886 , y Nicolás Sánchez-Albornoz Hurtado (†1941), hijo del anterior y diputado y senador por Ávila desde 1893 a 1919, a quien le sucedió en la carrera política su hijo Claudio Sánchez-Albornoz Menduiña (†1984). En la misma zona se encuentran también las sepulturas de la familia de Nicasio Velayos, diputado también por Ávila durante la segunda república.
Claudio Sánchez-Albornoz Menduiña (1893-1984), fue uno de los más importantes historiadores españoles, catedrático, académico, rector universitario, diputado republicano por Ávila durante 1931-1936, embajador en Lisboa, ministro de estado durante la segunda república y presidente de su gobierno en el exilio tras la Guerra Civil entre 1962 y 1971. Recibió la medalla de Oro de la Provincia y Ciudad de Ávila, hijo adoptivo de León y Asturias, Premio Príncipe de Asturias de Comunicaciones y Humanidades y autor de numerosos libros, estudios medievales y artículos históricos y periodísticos.
Unos años anteriores a su muerte, Don Claudio, autor de ‘España, un enigma histórico’ (1957), escribía desde Argentina en el diario La Vanguardia del 3 de enero de 1980 una emotiva disposición sobre sus restos:
“Que mis restos crucen en avión el mar atlántico y los montes, los ríos y los llanos hispanos para ser sepultados en ‘Ávila de los Caballeros’, junto a mis familiares, un monago desde la chata torre de San Pedro vecina de la paterna morada en la que jugué, amé, sufrí, recé; morada que no existe y lo escribo con una hondísima emoción; quiero, repito, que cuando llegue mi cadáver a la alta ciudad de mis abuelos, un monago, desde la torre de San Pedro, grite: ¡Por el alma de don Claudio Sánchez Albornoz, muerto en la Argentina adorando España!”.
De nuevo en La Vanguardia, el 15 de octubre de 1980 reitera su querencia por Ávila:
“Ávila, tierra de mis padres, de mis antepasados y sepulcro de todos y de la madre de mis hijos... Que mañana, cuando el buen Dios me llame a juicio, mi cadáver cruce el mar para dormir el sueño eterno junto a los míos, entre la fría tierra de Ávila. Os emplazo para acompañarme en esa mi postrer jornada abulense y os ruego entonces elevéis una plegaria a Dios para que perdone mis pecados”.
En 1983, el historiador y hombre de estado regresa del exilio a España para asentarse en Ávila. Fallece al año siguiente y atendiéndose su plegaria por el Obispo de la ciudad fue enterrado en el claustro de la Catedral de Ávila con la siguiente inscripción que dejó escrita en latín:
“Non intres in iuditio cum servo tuo, Domine, quia nullus apud te justificabitur homo.
Ubi spiritus domini, ibi libertas” (No te metas en juicio con tu siervo, Señor, porque contigo ningún hombre será justificado. Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad).
En Ávila, una fundación y un colegio llevan el nombre de Claudio Sánchez-Albornoz, y una plaza con igual título señorea un busto de bronce de su efigie. En el cementerio, un mausoleo pétreo ennegrecido por el tiempo es la morada de sus antepasados y el recuerdo de su memoria.
Volviendo a la calle principal del cementerio abulense nos detenemos en el panteón de la familia López-Aranguren, el cual fue promovido en 1924 con planos firmados por Agustín Ruiz de Aranto.
El representante familiar más significativo es José Luís López-Aranguren Jiménez (1909-1996), catedrático de Ética y Sociología en la Universidad Complutense de Madrid, participante activo junto a Alfonso Qurejazu en la Conversaciones Católicas de Gredos que luego le hicieron menos intimista y más combativo, cristiano heterodoxo, intelectual comprometido frente a la injusticia y autor reflexivo sobre ética, política y religión.
José Luís López-Aranguren era nieto del arquitecto municipal Félix Aranguren (†1883), quien había intervenido en la construcción del matadero municipal, e hijo de Isidoro López Jiménez, copropietario, junto a César Jiménez Arenas, de la Compañía Arrendataria de Tabacos de Ávila, la Banca A. Jiménez (luego Banco Central), una imprenta y una panificadora, entre otros negocios, reseña Eduardo Cabezas.
Sobre su querencia por esta tierra escribió en El Diario de Ávila del 24 de noviembre de 1988, a propósito del centenario del periódico, y también en una guía sobre la ciudad titulada Ávila de santa Teresa de Jesús y de san Juan de la Cruz (1993):
“Ávila es para mí no tanto “mi pueblo” como la ciudad lejana, entre pétrea y mística en la que, más que vivir y, desde luego, más que avecindarme, he elegido recordar, visitar, soñar y, un día, ser llevado a reposar”.
“Aquí tengo enterrados a mis padres, a mi abuela materna, a su hermana, mi tía abuela, a una hermanita, a mi hermano, a nuestro hijo y a un nietecito. Aquí, a la luz filtrada por unas vidrieras que representan a santa Teresa y a san Luís Gonzaga, reposan todos ellos, aquí vendré yo, o mis restos, a parar un día”.
Al día siguiente de su muerte, el diario El País del 18 de abril de 1996 publicó:
“La muerte del filósofo José Luís López Aranguren, en la madrugada de ayer en Madrid, ha producido una gran conmoción en el mundo intelectual español. A sus 86 años, estaba considerado como el gran representante del compromiso, la ética y la independencia intelectual, y como un firme luchador contra el franquismo, régimen que le expulsó de la Universidad. Autor de obras como ‘Ética y política, Moral y sociedad’ o “El oficio del intelectual y la crítica de la crítica”, así como diversos títulos relacionados con las religiones, su labor docente es valorada como primordial por distintas generaciones de estudiantes. Los restos de Aranguren, por cuya capilla ardiente desfiló ayer un nutrido grupo de filósofos españoles, serán trasladados hoy al cementerio de Ávila, su ciudad natal”.
También el diario ABC del 18 de abril de 1996 incluyó el siguiente texto en su portada:
“El mundo de la cultura llora la muerte de Aranguren. El profesor López Aranguren, uno de los pensadores más emblemáticos de la cultura española de los 60, Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, falleció ayer en Madrid a los 86 años víctima de una insuficiencia cardiaca. Desde su independencia intelectual, López Aranguren, pionero de la ética cívica, alzó su pensamiento contra los excesos del poder y marcó una época en la Universidad española”.
La relevancia pública de Aranguren le hizo merecedor de una calle en Ávila, un instituto lleva su nombre y la ciudad le rindió un encarecido homenaje los días del 5 al 15 de noviembre de 1997, mientras que ahora su recuerdo y testimonio de vida no asalta en esta ruta por el cementerio abulense.
Otros muchos personajes ilustres siembran el camposanto de Ávila a la espera de que los frutos de su vida alumbren la memoria histórica de una ciudad silente, a la espera de servirnos en otra oportunidad de guías en futuras rutas culturales por este lugar de “vida eterna”.
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Citicen | Viernes, 01 de Noviembre de 2013 a las 23:44:39 horas
Excelente artículo de José Mari Sanchidrián, siempre tan documentado como todo lo que escribe y tan interesante para disfrutarlo un "día de difuntos".
Enhorabuena al autor y muchas gracias por compartir con nosotros su sabiduría.
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