Con tales reflexiones entretenía mi mente aquella mañana, mientras dirigía mis pasos al pueblo aledaño por el Camino de los Burros. Me detengo un instante a aspirar profundamente el olor a mies mojada. Las pájaras moñudas, habituadas a mi presencia, picotean impávidas en el suelo embarrado del sendero. A lo lejos, se alza en suave ondulación el teso.

Asoma, tímido, el sol por entre cúmulos de nubes. Luce el campo en lindes y cunetas, su vistosa librea de malvas, clavelinas y magarzas. Al delicioso néctar, bulliciosa, acude la alegre turba de insectos voladores. En especial, llaman mi atención las abejillas que sobrevuelan en torno a las incipientes piñas del pinar. De la hierba encharcada, no cesan de salir con torpe vuelo, las típulas patilargas. 

Resuena en la humedad del ambiente, el reclamo chirriante del verderón. El aroma del romero en flor regala mis sentidos. En lo que observo salir a un conejo de un espeso matorral, pienso para mí. “No me extraña que la tía Pura llame a este terreno El Monte. ¡Está plagado de gazapos!”.

La blanca silueta de las cigüeñas se recorta en el cielo gris. Desde el puente de la vía, me recreo en la contemplación de las huertas y besanas del término.

Tras dejar a mi izquierda el caminillo que conduce al apeadero, prosigo mi andadura hasta entrar en Moriscos. Tengo por costumbre cuando me hallo junto a la iglesia de este pueblo, avanzar con pasos firmes y sonoros, en un intento un tanto pueril de comprobar si fuese cierto, lo que cuenta la leyenda acerca de las galerías subterráneas que construyeron los moros en tiempos pretéritos.

Me dirijo al Bar “Chinarrilla” para tomar un refrigerio. Después de acomodarme en una de las sillas que Narci, dueño del local, tiene a disposición de los parroquianos en un rincón de la calle, me dispongo a despachar un sabroso pincho de gambas a la gabardina. Micifuz, un gato negro y tuerto que acostumbra a frecuentar las inmediaciones de la tasca, no se separa de mí, pues sabe que, durante mi pausado aperitivo, le voy echando las colas de estos suculentos crustáceos.

–¡Qué ricas estaban las gambas! Creo que voy a repetir –le digo, sonriente, a Narci mientras deposito en la barra del bar, el plato ya vacío.

–¿Sí? Pues acabo de hacer otra tanda de ellas. Siéntate, que yo te las saco fuera.
Tras apurar con fruición mi copa de vino, miré a mi alrededor y sentí una sensación indescriptible de plenitud. Fue entonces cuando comprendí qué poco se necesita para ser feliz.