A veces, hay más lírica en el fracaso que en la victoria. Pero Villalar no fue una batalla de las Termópilas, no fue el escenario de una resistencia épica que resonaría a través de los siglos. Villalar fue en realidad una paliza inmisericorde en la que los realistas barrieron con su caballería a la infantería comunera, mayoritariamente inexperta y obligada a defenderse en el barro bajo un aguacero de abril. Simplemente, se cumplieron los pronósticos. Venció el más fuerte y el más numeroso.
Así que, ¿por qué una derrota? La revuelta comunera comienza en mayo de 1520 como respuesta a una agresión extranjera: la de los cortesanos flamencos del joven Carlos I. Los castellanos ven cómo se les aparta de los puestos de responsabilidad, cómo se ignora el testamento de Isabel la Católica, cómo se pisotean sus fueros viejos y se atropellan sus dignidades. La partida de Carlos en busca de la corona imperial es la gota que colma el vaso, un vaso que la masa furiosa pronto hará que desborde sangre.
Organizadas en torno a sus capitanes, las ciudades rebeldes asumen el gobierno del reino, con la intención de corregir las injusticias que llevan años soportando. Reunidas en Ávila primero, y después en Tordesillas, establecerán una Junta parlamentaria que no se achantará a la hora de proclamar la mayor de las osadías: que la soberanía no reside en el rey, sino en el pueblo.
Durante el mes de agosto de 1520, los comuneros acariciarán el éxito total. No por un acierto suyo, sino más bien por un error del Consejo de Regencia: el incendio de Medina, castigada por negarse a ceder su parque de artillería para ser usado en contra de los rebeldes segovianos. Toda la Meseta se escandaliza ante aquel abuso de la fuerza. Pero se enfrían los ánimos, surge el desacuerdo, se escapan las oportunidades. Y la nobleza, que hasta ahora había estado disfrutando del espectáculo de ver a su monarca pasando apuros, se decide a entrar en escena y reconduce la situación.
Lo que nos lleva hasta un martes de abril en el que, huyendo de Torrelobatón en dirección a Toro, los comuneros se ven acorralados por el ejército realista y viven una auténtica pesadilla de sangre y barro hasta que todo termina con una ejecución sumarísima, y ruedan las cabezas de Padilla, Bravo y Maldonado.
Villalar no fue el final de la revuelta, aunque siempre haya cumplido el papel de foto finish, igual que la lista de exceptuados del Perdón General de 1522 ha ejercido siempre de salón de la fama de los rebeldes comuneros, aquellos que cometieron tantas tropelías que jamás obtendrían el perdón real. Los que murieron derrotados en Villalar han tenido el dudoso honor de pasar a la Historia por delante de otros destacados dirigentes comuneros, como el obispo Acuña, el prócer Juan de Solier o el capitán madrileño Zapata, que si no perdió la cabeza junto a sus compañeros fue gracias a que renunció pocos días antes de la batalla.
Pero la moral se pierde antes que la guerra, y la moral comunera se perdió en Villalar. Todo lo que seguirá serán coletazos de una revuelta que ya ha muerto.
Así que, ¿por qué una derrota? Porque el daño ya estaba hecho. Los comuneros se habían atrevido a lo impensable: plantarle cara al que sería el monarca más poderoso que ha conocido Occidente. Tenían pocas probabilidades de salir indemnes, pero eso no les detuvo. Villalar es el símbolo de la resistencia ante la injusticia, del sacrificio por tus semejantes, de que es preferible morir luchando por tu causa antes que dejarte someter.
La revolución que fracasa puede ser la chispa que ilumine la siguiente. Ignorados durante siglos, los comuneros serán ensalzados por los liberales del XIX. En una placa del hemiciclo del Congreso se leen los nombres de Padilla, Bravo y Maldonado -junto a los de los aragoneses Lanuza, Heredia y Juan de Luna-, el famoso cuadro de Antonio Gisbert sobre la ejecución de Villalar está expuesto en uno de sus pasillos. Son detalles con una fuerte carga simbólica. Se podría decir que los comuneros forman parte del ADN del parlamentarismo español y que están alojados en el corazón mismo de nuestra democracia.
Los castellanos de hace quinientos años lo tuvieron claro. Someterse, guardar silencio, no combatir la injusticia: ésa habría sido la peor de las derrotas.
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