Tras mucho reflexionar, con los dedos temblorosos y el corazón en un puño les escribo estas líneas para trasladarles mi balance y/o sensaciones acerca de los acontecimientos de este histórico año. Me siento en la obligación moral, conmigo mismo, de llevar a cabo esta reflexión, pues sería de necios negar que si algo nos podemos llevar, cada uno de nosotros, de este año es una lección de vida sin precedentes y la urgente necesidad, como sociedad, de realizar un examen de conciencia colectivo.
En el contexto de esta introspección se hace necesario, más que nunca, el uso de la política. No obstante, no como un instrumento manipulado por gobiernos y medios de comunicación para incitar a la polarización social obedeciendo a intereses particulares, sino en el sentido originario de la palabra. Para que el lector me entienda, la palabra “política” proviene de la expresión griega “politiké techné”, es decir, el arte de vivir en sociedad y es precisamente aquí donde me quiero detener: en la sociedad y el modelo que media nuestra socialización en el cual la política ha de ser la solución y no el problema.
Lo cierto es que si hay algo que la excepcionalidad que ha supuesto esta pandemia ha dejado entrever son los valores que conforman nuestra sociedad occidental en la actualidad que, desde mi punto de vista, han conducido a una crisis civilizatoria y moral ampliamente contrastada.
En marzo de este año el Gobierno decretaba un instrumento constitucional previsto en el artículo 116 para situaciones extremas, como el caso de epidemias, como era el Estado de Alarma. Debates jurídicos sobre la conveniencia de la aplicación de este instrumento o el Estado de Excepción aparte, la activación de tal artículo de la Constitución debido a una crisis sanitaria provocada por una pandemia mundial parecía algo anacrónico e impensable en una sociedad colmada de todos los bienes y servicios para garantizar un bienestar heredado y, a priori, inquebrantable. No obstante, el lejano y oriental Coronavirus o COVID-19 era una realidad inminente en nuestro país y en toda Europa, que se venía anunciando desde finales de enero, cuando China notificó los primeros casos, y ante la que se actuó tarde, dicho sea de paso.
Pero no me he lanzado a escribir estas líneas con el objetivo de realizar un balance de la gestión del Gobierno o de las Comunidades Autónomas, pues aunque este análisis sea relevante, considero oportuno realizar una reflexión conjunta de la evolución de nuestra sociedad, los valores que la impregnan y de las lecciones que de este año histórico debemos sacar. En primer lugar, considero que a lo largo de la crisis del COVID-19, hemos podido observar que la sociedad occidental contemporánea adolece de la crisis civilizatoria y moral que señalaba antes debido a un hedonismo que corroe la cotidianeidad de nuestro día a día. Este hedonismo es consecuencia del consumismo que copa la lógica de nuestras acciones diarias y nos somete de tal forma que nuestro inconsciente colectivo, como diría Carl Jung ,fundador de la psicología analítica, se halla mediado por la sensación de certidumbre y seguridad que proporciona la posesión de lo material. De esta manera, en una sociedad que basa una parte importante del sentido de su existencia y de su felicidad en esa materialidad, podemos explicar los comportamientos impulsivos que pudimos ver en el inicio de la pandemia, en marzo, de acaparamiento masivo de mercancía en las grandes superficies comerciales. Formar parte de ese sistema radica de la necesidad de convertir a cada individuo en un sujeto dependiente de sus lógicas hasta el punto de que sea capaz de modificar sus conductas para identificarse como miembro del mismo por imitación, pues eso le da certidumbre, y si hay algo intrínsecamente contrario a la naturaleza humana, es la incertidumbre.
En esta línea, a lo largo del duro confinamiento domiciliario que hemos padecido entre los meses de marzo y junio de este año, si bien gran parte de la ciudadanía ha tenido un comportamiento ejemplar, no han sido pocos los casos de gente que priorizaba sus intereses particulares a la consecución de un bien colectivo para el país como era el freno de contagios y muertes, especialmente en un principio, cuando la situación era totalmente inédita, desconocida y alarmante en la medida en que se desconocía prácticamente todo de la enfermedad, desde su gravedad o formas de contagio hasta los tratamientos eficaces para frenar su avance. Llegados a este punto no debemos realizar un mero juicio de valor acerca de esas actitudes, pues sería inútil sin un esclarecimiento de las lógicas sociales que determinan esas actitudes y es a identificar estas últimas a lo que debemos aspirar. Por arrojar algo de luz, en los primeros cuarenta días de confinamiento, en aplicación de la Ley de Seguridad Ciudadana, se tramitaron más propuestas de sanción que en los 4 años anteriores juntos desde que se aprobó dicha ley.
Detrás de esta realidad volvemos a observar una sociedad mediada por la evolución de unos valores que determinan ciertos comportamientos. El sentido profundamente materialista de nuestra existencia como un filón que determina nuestra propia identidad es la causa primera y directa de un prototipo personal consumido por su endogamia e individualismo. Esta evolución hacia el individualismo más tiránico, pues en la creencia de su legitimidad, esclaviza nuestra propia existencia, proporciona la base dogmática que moldea nuestras conciencias y condiciona nuestras acciones hasta el punto de influenciar a individuos y sociedades enteras que presos de sus deseos, son incapaces de reprimir sus impulsos en aras de satisfacer su interés individual, incluso en una situación de extrema necesidad en la que un bien colectivo superior, como es la salud pública que se halla gravemente amenazada, se sitúa por naturaleza, por encima del bien o interés particular. Así podemos dar explicación a tales comportamientos e infracciones a lo largo del confinamiento.
Sin embargo, si bien es cierto que el materialismo y consiguiente consumismo como causas y el individualismo como consecuencia explican tales dinámicas sociales, la crisis civilizatoria y moral que vive nuestra sociedad y que ha quedado evidenciada en la pandemia del Coronavirus de este 2020 no se explica únicamente por eso. Tal crisis tiene gran parte de fundamentación en una evolución de la persona hacia la inmanencia del ser humano como especie en una relación de dominio, desde la perspectiva del “dominus”, es decir, de ejercer un poder de control sobre todo lo que le rodea. La ciencia ha evolucionado hacia una vertiente de empoderamiento del ser humano que “juega a ser Dios” por estar dotado de la “razón” lo que desde tiempos de la Ilustración le convierte en un ser superior.
No obstante, es esta omnipotencia impostada la que le convierte en esclavo de sus deseos y eso es algo que se ha podido observar con nitidez a lo largo de la pandemia de este año. La pretensión del ser humano de encontrar, por sus propios medios, respuestas a todas las preguntas que le surgen a lo largo de su vida y la falsa promesa garantizada de la ciencia de asistirle en tal empresa, le convierten en un ser frágil y manipulable en situaciones en las que no encuentra respuestas por sí solo. Ha sido el caso, en numerosas ocasiones, de lo ocurrido este año debido a la incertidumbre ocasionada por las diversas vicisitudes del virus. La falta de respuestas, o mejor dicho, el cruce de muchas respuestas confusas por las infinitas fuentes de comunicación a las que podemos acceder hoy en día, comenzaron generando una histeria que si bien fue colectiva, en el trasfondo se interiorizó por cada individuo de una forma distinta, de manera que en muchas ocasiones cada persona buscó la satisfacción de su interés personal por encima del bien colectivo provistos de la legitimidad que construye el individualismo imperante en el sistema. El mismo sistema del que emanaban las normas sancionadoras frente a actitudes individuales que vulnerasen las medidas de confinamiento era el responsable de la creación de prototipos personales predispuestos a esas conductas. El sistema se ha mostrado preso de sí mismo en determinadas ocasiones. Es la propia lógica materialista la que sirve de respaldo y, sobre todo, de certidumbre, en aquellas ocasiones en que el ser humano no puede encontrar respuestas a aquellas preguntas que surgen de lo que no es tangible. La materialidad prostituye la identidad del ser humano y la búsqueda de la misma en el sentido de la transcendencia para trasladarlo a la inmanencia de lo terrenal e identificar de esta manera al ser humano por sus posesiones materiales que satisfacen sus placeres inmediatos, convirtiendo esto en un fin en sí mismo.
Vivimos en una sociedad occidental en la que la evolución del Estado del Bienestar tiene, en Europa, más de 60 años de bagaje. Nuestras generaciones más recientes y las venideras están inmersos en un contexto en el que los derechos sociales y políticos de los que hoy mayoritariamente disfrutamos, les han venido dados y por los que no han tenido que emprender una acción colectiva de movilización y lucha por los mismos. En una sociedad en la que los bienes y servicios más básicos para conquistar ese bienestar se dan por supuestos ni siquiera se ha planteado la posibilidad de carecer de ellos por lo que el valor de los mismos no es tal, en la medida en que no se reconoce. Precisamente la satisfacción de las necesidades más básicas para vivir permite al ser humano tener la capacidad de elegir la causa por la quiere luchar. En esa pluralidad de movimientos sociales componentes de la posmodernidad, que a diferencia de lo ocurrido anteriormente, son mayoritariamente capitalizados por los partidos, en lugar de por la sociedad civil, estos son vendidos casi como productos que conectan con la vertiente más sentimental del individuo, en una recuperación del romanticismo y de la emoción como eje de la acción social que está detrás de la polarización social incipiente y que dificulta, más aún si cabe, la acción colectiva.
Es por ello que de este año debemos extraer una lección de vida que emane de un examen de conciencia colectivo y que se resuma en repensar la lógica de nuestra cotidianeidad. Debemos inspirarnos, en cierto modo, en la recuperación del comunitarismo como eje vertebrador de una sociedad civil en la que la suma de individuos libres e iguales recupere la centralidad de algunos valores sociales de la acción colectiva de generaciones pasadas, como nuestros abuelos. Es nuestro deber tomar conciencia de que los derechos sociales y los servicios públicos y privados que los garantizan, como el caso de los servicios sanitarios en el contexto de una pandemia, han sido sostenidos y diseñados como fruto de un esfuerzo colectivo como sociedad y que parte de la responsabilidad de cada uno su mantenimiento. Necesitamos recuperar la empatía con el prójimo como eje de la acción colectiva. Para ello debemos ser conscientes de nuestras limitaciones inherentes a nuestra condición de seres humanos y nuestra naturaleza de “zoon politikón”, como diría Aristóteles, es decir, ser social que en sociedad vive y que de la sociedad necesita para dar sentido y certidumbre a su vida sin ser esclavo de sus propias frustraciones. Renunciar a la inmanencia de cada individuo para ser más fuertes como sociedad y poder emprender juntos el camino de un futuro esperanzador.
En este devenir hacia el que debe evolucionar nuestra civilización para recuperarse de su crisis el papel de la institución de la familia es esencial. La familia es una institución primitiva y anterior al propio estado que determina nuestra socialización primaria y que copa de valores nuestro desarrollo personal. Es por ello que constituye el espacio ideal para desarrollar la empatía y el comunitarismo que venimos reclamando y que durante el confinamiento, en ocasiones a la fuerza, hemos tenido que desarrollar. La familia es la unidad vital que debe recuperar la centralidad en la educación de nuestras generaciones venideras, en la que el sentido de lo material se subvierte al sentido de lo afectivo y en esa evolución nos acerca a la esencia propia del ser humano, lejos de ser meros instrumentos de un sistema.
En definitiva, precisamos de humildad para ser conscientes de nuestras limitaciones y colectivamente afrontar la salida de una crisis histórica provocada por una pandemia que deja atrás el primer año del resto de nuestras vidas, pues para muchos la forma de encarar la vida no será la misma tras las lecciones recibidas en este 2020. Ciertamente hay años en los que pasan días y días en los que pasan años y eso ha ocurrido en muchos periodos de estos últimos 365 días.
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