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'Ejecución de los comuneros': Antonio Gisbert.No pueden sospechar que a la vuelta de la esquina está esperando una revolución. Es cierto que arrastran un malestar creciente con la política de Carlos I, nieto de los Reyes Católicos, un veinteañero llegado de Flandes al que jamás le ha preocupado aprender castellano ni le han importado sus súbditos de España, un monarca mal aconsejado que, desde que asume la corona, comete una torpeza tras otra. Los españoles han sido destituidos de los cargos públicos para ver cómo ocupan su lugar los miembros de la corte flamenca. Contadores, corregidores, obispos, hasta el mismísimo Arzobispado de Toledo, la joya de la administración eclesiástica del país, vacante desde la muerte de Cisneros, es entregado a un extranjero, Guillermo de Croy, sobrino del canciller de Carlos. El futuro emperador es todavía inexperto, se pierde por los laberintos del poder que sus abuelos dominaron gracias a un precario equilibrio, y cada una de sus acciones se vuelve una ofensa para los orgullosos reinos de la monarquía hispánica.
Carlos había recibido en 1519 la noticia del fallecimiento de su abuelo paterno, Maximiliano I del Sacro Imperio Germánico, y no se le escapa que tiene motivos de peso para aspirar a la sucesión. Deja de lado la política hispánica y todo su empeño se vuelca en ganarse el voto de los príncipes electores germánicos. Recurre al argumento más infalible: el soborno. Y para ello no duda en emplear las arcas castellanas y aragonesas a su disposición. Modifica el sistema tributario para que la corona obtenga más rentas y convoca unas Cortes de urgencia para solicitar de los reinos un «servicio», un impuesto especial destinado a sufragar los costes de la expedición hasta Alemania. Para ahorrarse tiempo, elige Galicia como escenario de estas Cortes, para tener los puertos bien a mano y abandonar el país en cuanto haya obtenido lo que se propone. Hace exactamente 500 años se estaban celebrando esas Cortes en La Coruña.
Las ciudades de los reinos designan cada una dos procuradores para que las representen en este parlamento. Y los envían con una indicación muy clara: el rey no puede abandonar el país. Ya estuvieron más de un año, el que medió entre la muerte de Fernando el Católico y el desembarco de Carlos en Cantabria, descabezados y sin rey. No han pasado ni tres años y Carlos ya está otra vez hablando de marcharse. Nada le aporta a la corona hispánica esta aventura imperial, y los castellanos y aragoneses temen que el centro de poder se traslade a Alemania y verse convertidos en una provincia más de ese extenso Imperio. Carlos, que no se anda con sutilezas, vuelve a recurrir al soborno y ordena a su canciller, el odiado Guillermo de Croy, que quiebre las voluntades con una lluvia de maravedís, rentas y cargos. A los pocos procuradores que se muestran insobornables, los de Salamanca y Toledo, se les impide el paso a Cortes y no están presentes en las votaciones. Carlos consigue lo que quería y el mes de mayo zarpa rumbo a Gante, sin echar la vista atrás. Encarga a otro extranjero, el cardenal de Tortosa, Adriano de Utrecht, la regencia del reino, pero una regencia sin poder efectivo porque le supedita a consultarle antes de tomar cualquier decisión. Con otras palabras, Carlos prende la mecha antes de irse y responsabiliza a Adriano del barril de pólvora.
Cuando se conoce la traición de sus procuradores, el escándalo en todas las ciudades castellanas es mayúsculo. Algunos de ellos se atreven a ir a rendir cuentas ante los ayuntamientos que les nombraron, pero no calculan bien las consecuencias de sus actos, como el procurador segoviano, Rodrigo de Tordesillas, que muere linchado por una masa descontrolada. Los episodios de violencia se repiten en Zamora o en Burgos, y la ira es incontenible. Ahora se dirige hacia los flamencos, hacia los miembros de la corte borgoñona que se apropiaron de los cargos públicos. Corregidores, alcaides, cualquier afín a la corona se ha vuelto sospechoso de traición y tienen que huir o pertrecharse en sus alcázares para no acabar linchados como tantos procuradores. Aquellos castellanos que permanecían relegados en puestos de menor importancia —regidores en su mayoría— asumen las riendas del gobierno local. En apenas un mes, la revolución comunera ha comenzado.
La situación en Ávila
La reacción en Ávila no es tan virulenta como en otras ciudades. Esto se debe en primer lugar a que sus dos procuradores, Diego Fernández Dávila y Juan de Henao, toman buena cuenta de lo que ha ocurrido en Segovia y no osan aparecer por la ciudad. También se cree que la expulsión de los judíos de 1492 fue un mordisco a la economía local que afectó a buena parte de su clase social más dinámica, emprendedora y progresista. Ávila es en 1520 una ciudad menos avanzada que, por ejemplo, la vecina Segovia, reputada por ser, en palabras del historiador José Belmonte, «una ciudad superpoblada de nobleza». Así, no es de extrañar que los pequeños conatos de violencia se vean pronto dominados por un poder local respetuoso con las tradiciones y leal a la corona.
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El primero en actuar es el regidor Sancho Sánchez Cimbrón, quizás el más comprometido con la causa de la Comunidad. Él había entregado por escrito las instrucciones a los procuradores de las Cortes, y cuando sabe que han actuado en contra los persigue y los presiona para que vengan a rendir cuentas de su actuación, pero pronto comprende que los procuradores no van a obedecer. Al mismo tiempo, los distintos barrios de la ciudad se han organizado en asambleas populares, tal y como se sabe que está ocurriendo en Toledo o en Segovia; se adueñan de la milicia y compiten con el Concejo por el control de la ciudad. Es el gobierno de la Comunidad: por primera vez, los ciudadanos están asumiendo el poder, saltándose las reglas no escritas de división por estamentos, de respeto a las clases establecidas por herencia. Ha prendido la chispa antiseñorial. Los que acusarán a la revuelta de las Comunidades de querer retornar al pasado, de luchar por las tradiciones y los privilegios medievales, ignoran o no quieren entender el profundo cambio que esto supone. Porque Carlos es el monarca que está actuando con el destino del reino como si fuera una posesión material que le corresponde por derecho, y sus súbditos los que empiezan a entender que el poder de la corona en realidad emana de ellos.
Nuestro segundo personaje es Diego del Esquina, probablemente un letrado de modesto linaje que es elegido por sus vecinos como procurador del común ante el consistorio, y que tiene el honor de ser la primera persona calificada de «comunero» en un texto oficial de la época. Sus esfuerzos van encaminados a mejorar la situación del pueblo llano.
Sánchez Cimbrón y Diego del Esquina comienzan a colaborar en favor de los rebeldes. La ciudad anula los reductos del poder real que siguen activos en la ciudad: el Alcaide y el Corregidor. Gonzalo Chacón, encargado del alcázar que como sabemos protegía la ciudad desde la actual Plaza de Adolfo Suárez, ha sabido aprovisionarse a tiempo y negocia con los comuneros un pacto de no agresión que se firma ante notario. Todo mucho más civilizado que por ejemplo en Segovia, donde los rebeldes asedian el alcázar, destruyendo en la contienda lo que quedaba en pie de la antigua catedral de la ciudad. Y el corregidor, Pedro de Zúñiga, que en principio se resiste a los avances comuneros, acaba siendo expulsado de la ciudad en otoño y sustituido en su cargo por el regidor más veterano, Sancho Sánchez Dávila.
La aportación más importante a la revuelta, el papel estelar que representó Ávila y que, por desgracia, en la actualidad no es recordado como se merecería, fue el de ser la sede de la Junta comunera. Porque los rebeldes quieren arrogarse de toda la legitimidad posible y se organizan como lo harían en circunstancias normales. Las ciudades con derecho a voto en Cortes son convocadas a una Junta a la que deben enviar sus procuradores para debatir sobre el destino del reino. Y eligen Ávila como el escenario de sus deliberaciones, no solo por su situación central equidistante de las demás, sino también por ser una plaza fortificada desde la que protegerse si Adriano decide enviar el ejército a aplastar la revuelta. Lo que indica que, en un siglo en el que todas las ciudades de Castilla cuentan con murallas, las de Ávila eran las más formidables y las más impresionantes de su entorno.
Las sesiones comienzan el 29 de julio de 1520 en la catedral, suele decirse que en la capilla de San Bernabé, pero parece más probable que fuera en la capilla del Cardenal Quiroga —que hoy es el museo diocesano—. Los debates, espoleados por los toledanos, los más radicales del movimiento, y por los catedráticos y los frailes de Salamanca, los intelectuales de la revuelta, van tomando un cariz cada vez más revolucionario. Porque empieza a cuestionarse la legitimidad del reinado de Carlos I, que no respetó la lógica sucesoria al saltar por encima de su madre, Doña Juana; porque se plantean ideas tan avanzadas como que el rey debe responder de sus decisiones ante el pueblo, y el pueblo puede inhabilitar al rey si considera que está actuando en contra del interés común. Parece la Asamblea Nacional de París, pero estamos en Ávila más de doscientos años antes de la Revolución Francesa. Y de estas reuniones saldrá una Ley Perpetua, una auténtica Constitución que le saca varias décadas de ventaja a las tradicionalmente consideradas como las primeras de la Era Moderna.
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Nuestro tercer personaje, el deán del cabildo catedralicio, Alonso del Pliego, se involucra en estas reuniones. No solo ha puesto la catedral a disposición de los rebeldes, asiste y participa en sus reuniones incluso cuando el propio cabildo se lo prohíbe. Originario de Segovia, su papel en la revuelta se desarrolló en Ávila durante estos meses.
Cuando Bravo y Padilla se han entrevistado con la reina madre en su prisión de Tordesillas y parecen obtener de ella su adhesión a la causa comunera, la Junta decide trasladarse hasta allí para operar más cerca del poder real. Atrás queda Ávila, que ya ha cumplido su papel principal. La ciudad envía a tres procuradores, uno por cada estamento como era tradición: Gómez Dávila, señor de Villanueva y San Román, en representación de la nobleza; Sancho Sánchez Cimbrón, en representación de los regidores; y Diego del Esquina como procurador del común. Acude con ellos el capitán Suero del Águila al mando de cien lanceros. La Junta sigue trabajando y avanzando en sus demandas desde Tordesillas, al tiempo que el poder realista empieza lentamente a organizarse para responder a la revuelta.
A Sancho Sánchez Cimbrón, a un fraile leonés y a otro noble abulense, Antón Vázquez Dávila, se les encomienda la misión de viajar a Alemania como embajadores de la Junta y presentar sus exigencias a Carlos en persona. Antón Vázquez se ha adelantado y es el primero en llegar a Worms. Es hecho prisionero en el acto. El recién coronado emperador, el flamante Carlos V de Alemania, dueño del imperio más extenso conocido hasta entonces, no concibe que los molestos súbditos de España sigan empeñándose en rebatir su autoridad. Lanza un edicto por el que concede permiso al regente Adriano para ejecutar a los rebeldes comuneros por delito de lesa majestad. Desde Bruselas, Sancho Sánchez Cimbrón y el fraile leonés se enteran de la noticia y cancelan su embajada, regresando con las manos vacías.
A finales de año se conjuran la torpeza de la Junta y que la nobleza castellana, al fin, toma la iniciativa. Por una maniobra política, Juan de Padilla es relegado de su cargo y nombran general al noble andaluz Pedro Girón. Las acciones de Girón se van a revelar tan fatales que siempre pesará sobre él la sospecha de haber estado traicionando el movimiento desde dentro. Deja Tordesillas desprotegida para conquistar Villalpando, con lo que los nobles aprovechan para recuperar la villa del Duero y de un solo golpe le arrebatan a los comuneros el control de la reina madre, Doña Juana, la pieza que otorgaba cierta legitimidad al movimiento, y la sede de su Santa Junta. El capitán Suero del Águila y el procurador Gómez Dávila son hechos prisioneros.
La revuelta ya está en declive. Padilla regresa y durante los meses siguientes obtendrá grandes victorias, pero se queda aguardando a no se sabe qué en Torrelobatón y pierde un tiempo precioso, hasta que fracasa en la hora decisiva. El sueño comunero perece pisoteado el 23 de abril de 1521 en el barro de la campa de Villalar.
En Ávila, ahora todos los esfuerzos están dirigidos a reconciliarse con el poder real. Sánchez Cimbrón, Gómez de Ávila y Suero del Águila responden a la petición de ayuda y acuden a la guerra de Navarra, a expulsar a los franceses que, aprovechando la ausencia de Carlos y la confusión comunera, han invadido el reino pirenaico. Las adhesiones comuneras fueron un lapsus, un espejismo, un lamentable error que esperan que su majestad sepa perdonar.
Pero Carlos es implacable. Estos tumultos le han dolido especialmente, y sobre todo el que los comuneros osasen involucrar en ellos a Doña Juana. Una afrenta que no le impedirá mantener a su propia madre encerrada en Tordesillas por treinta y cuatro años más. Como prácticamente toda la población ha estado involucrada de alguna manera en la revuelta, Carlos expide una amnistía, un perdón general, un borrón y cuenta nueva del que exceptúa, eso sí, a los 293 líderes más destacados, que son condenados a muerte. Aquí encontramos a todos los comuneros abulenses que hemos mencionado anteriormente. Pero el tiempo pasa y la sentencia no se ejecuta. Los nobles y los regidores abulenses se ayudan entre sí, interceden unos por otros, hacen valer sus privilegios de clase cuando tan solo unos meses atrás estaban trabajando por eliminarlos. Así esquivan al verdugo. No tienen tanta suerte los pequeños artesanos: carpinteros, ebanistas, boneteros, hilanderos, tejedores, … que no tienen amigos poderosos que les protejan y mueren ejecutados.
De la provincia de Ávila salió también uno de los grandes villanos de esta función. En Arévalo nace y reside Rodrigo Ronquillo, alcalde de corte —los alcaldes de esta época eran jueces con atribuciones militares que podían ir acompañados de una pequeña tropa para imponer la ley—. El Alcalde Ronquillo, con una larga reputación de cruel e implacable, es enviado por Adriano a someter la revuelta comunera en Segovia, pero las tropas de Juan Bravo conseguirán repelerle. Más adelante, cuando la tropas realistas acudan a Medina del Campo para reforzarse con los cañones que estaban allí guardados, se encuentran con que los ciudadanos les cierran las puertas y se niegan a entregarlos porque saben que van a ser usados contra los segovianos. Entre Ronquillo y Fonseca, el general realista, idean un plan arriesgado: prender fuego a los almacenes de paños —Medina albergaba entonces la mayor feria textil de Europa¬— para provocar que los medinenses tengan que ir a apagarlo, y apoderarse de los cañones en la confusión. Pero los medinenses resisten en su posición, el fuego se extiende y Ronquillo tiene que retirarse sin los cañones después de haber arrasado uno de los centros económicos más importantes del reino.
En ese verano de 1520, si quedaba alguna ciudad que todavía no se había pasado al bando comunero, el incendio de Medina terminó de convencerlas a todas. La Junta lo declaró enemigo del pueblo y ordenó su arresto, y Ronquillo tuvo que exiliarse, sin poder volver hasta el final de la revuelta. Durante los años siguientes seguirá ejerciendo como alcalde, persiguiendo a los comuneros fugados de la justicia y ejecutando a los que caían en sus manos. La posteridad y sobre todo el Romanticismo le convirtieron en el gran enemigo de la libertad, y se le atribuyeron condenas en el Infierno, leyendas fantasmales, penas en el Purgatorio… La insulsa verdad es que falleció en Arévalo con más de setenta años de edad y está enterrado en el monasterio de Santa María la Real. Rodrigo Ronquillo solo estaba cumpliendo con su papel, solo impartía justicia en un mundo mucho más duro y más violento que el nuestro, pero podría haber actuado de otra manera y no como el juez desprovisto de humanidad que parece que fue.
Cinco siglos después, solo Sancho Sánchez Cimbrón tiene su nombre en la placa de una de nuestras calles. La catedral no quiere acordarse de que un día albergó a los castellanos y los leoneses que se sacrificaron por un mundo más justo y más libre. Pero respiramos el mismo aire que ellos y disfrutamos de una sociedad con todas las libertades que se atrevieron a soñar, y ese es al menos el modesto homenaje que podemos ofrecerles.
Oficina en Ávila de Caja Rural de Salamanca
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Castellano | Martes, 05 de Enero de 2021 a las 02:33:01 horas
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