Día Domingo, 26 de Octubre de 2025
La belleza de lo cotidiano

A veces, suelen acontecer en nuestro devenir cotidiano, determinadas anécdotas que, aunque pudieran parecer intrascendentes a los ojos menos duchos en la observación de lo elemental, constituyen todo un acicate para los espíritus sensibles a la belleza.
Una tarde del mes de abril, salí a avistar aves por el Camino Rojo. Tras dejar a mi derecha el edificio del viejo matadero, caminé durante media hora, hasta llegar a las inmediaciones de la charca donde, habitualmente, hago parada con el objeto de observar garzas, azulones y otras especies propias de los humedales.
Al acercarme al alambrado que rodea los prados colindantes a la Charca “Las Regueras”, descubrí el cuerpo de un pequeño murciélago, porfiando por desasirse en firmes sacudidas, de uno de los pinchos de la valla. El animalito abría repetidamente la boca, como en un intento de pedir ayuda ante el alambre que atravesaba su fina membrana.
El dolor de esa indefensa criatura me estaba llegando al alma. Me aproximé al tramo de la valla donde se hallaba espetado de una de sus alas; y valiéndome de un palito, procuré desenganchar del alambre, con sumo cuidado, la membrana del murciélago. Tras errar varias veces en mi labor de auxilio, conseguí liberar al animal, que acabó cayendo sobre el muelle tapiz de la yerba.
Sirviéndome otra vez del palo, deposité el cuerpo del asustado murciélago al abrigo de un arbusto, lo más escondido posible de miradas acechadoras, y con la esperanza puesta en su pronta recuperación.
Proseguí mi paseo por el Camino Rojo. Con el deseo de avistar algún bando de avutardas, encaminé mis pasos hacia el Teso de las Eras Viejas. La sequedad del terreno en esta época del año, no hacía honor al dicho proverbial de estas tierras: Pedrosillo el Ralo: de casas, pero no de barro. ¡Nada que ver con los barrizales que acostumbran a formarse en estos senderos de arcilla, tan duros de caminar en invierno!
Desde lo alto del teso, se divisaba a lo lejos, en medio de la inmensa planicie de senaras y barbechos, la dorada arenisca de la iglesia de La Vellés, capital de La Armuña. En su delirio vertical, una calandria se desataba en azules notas sobre la vasta campiña. La caída de la tarde me invitaba a dejar aquel lugar tan caro para mis sentidos; por lo que con paso lento, me dispuse a desandar el camino.
Cuando volví a pasar cerca de la charca, vi posadas a la orilla de la misma, más de una docena de anátidas, que al percatarse de mi presencia, no tardaron en remontar sucesivamente el vuelo, en grupos de tres o cuatro individuos.
Me alegró en extremo comprobar que el pequeño murciélago ya no se encontraba en el sitio donde antes lo había dejado, señal que interpreté de manera favorable. ¡Ojalá, –pensé– mi buen amigo se halle ahora, limpiando nuestros cielos de las dañinas hordas de violeros! Tales pensamientos alimentaban mi magín, cuando de súbito, tuve que apartar de mi rostro, a manotadas, una molesta turba de aviesos mosquitos, ávidos de sangre y dispensadores de ronchones.
En la lejanía, se vislumbraban las casas del pueblo. Y en blando lecho de ababol y espigas, Helios recostaba su cansada frente. El gorjeo vespertino de la alondra era para el alma, bálsamo de frescura. ¡Sombras y quietud en la llanura!





Alondra Armuñesa | Miércoles, 15 de Mayo de 2019 a las 09:45:29 horas
Especialmente sensible con la Naturaleza y con el mundo. Y cuando hablas del murciélago que abre la boca para pedir tu ayuda, es realmente hermoso. Gracias por este texto, está muy bien escrito, pero además transmites mucho...
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