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Ávila del Rey, ciudad mítica de la infancia, conocida sólo de lejos y de costado. Soto irreal de murallas milenarias que apenas cabía en la mente de un niño, aficionado a los mapas y a los viajes imaginados, que nunca había pisado más tierra que la de la isla donde había ido a nacer, fruto de innumerables generaciones de insulares -ninguno, que se sepa, relacionado con Castilla-.
Emocionado admirador de Teresa y de Juan, bien sabía dónde estaba Fontiveros y había leído sobre la Encarnación y hasta oía con frecuencia en su casa eso de que “también entre los pucheros anda Dios”. Pero para él se trataba de un territorio imaginario, un conocido paraje lejano al que no soñaba jamás llegar.
El niño se hizo grande y un cierto día, tras diversos intentos que no se acababa de creer, alcanzó a ser admitido en la ilustre Universidad de Salamanca y, por primera vez en su vida, con dieciocho años cumplidos, acompañado de su padre, tan tembloroso como él, viajó a los berrocales, atravesó La Moraña y hasta se admiró con el castillo de Arévalo, todo desde un anticuado autobús que hacía lo que podía entre las curvas y cuestas de las tierras altas.
El destino era la Facultad de Derecho de Salamanca, pero la etapa intermedia nunca fue menor. Cada vuelta a casa tenía el aliciente de descubrir nuevos paisajes abulenses, graduar en enero a cuánto había sido capaz de bajar el termómetro, calibrar los centímetros de los carámbanos o escuchar el reiterado son del vendedor ambulante de la vieja estación que ofrecía “carameeeeelos de meeeeeenta”.
Luego vinieron las peregrinaciones con amigos de la tierra, primero del Tiétar, luego de Adanero y de Arévalo, después de Ávila capital, que le enseñaron a apreciar la dureza de los campos, la generosidad de los castellanos, la acogedora solana al final de las callejuelas y la paz del Grande y del Chico, aún en día de mercado.
Y una vez superada la etapa estudiantil, devenido a algo mejor fortuna, ya pudo entrar en algún restaurante exquisito donde le ofrecieron las patatas revolconas y los suculentos chuletones y aún tuvo fuerzas para tocar el cielo con las yemas inefables, de permanente recuerdo.
Ávila sigue siendo lugar mágico, a pesar de que el Grande ya no es lo que era, gracias a veleidades arquitectónicas escasamente comprensibles. San Vicente sigue deslumbrando con su crestería fina y su amable tono pardo, y la muralla gris, coronada por la Catedral, siempre es abrazo que templa el corazón del peregrino para hacerle sentir de casa y le deja imborrables ganas de volver a la milenaria ciudad ajena, que tiene la humildad de darse y hacerse propia del que con ojos abiertos la visita.
- Lorenzo M. Bujosa Vadell. Catedrático de Derecho Procesal. Universidad de Salamanca.
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Carlos Á. A. | Jueves, 30 de Enero de 2014 a las 21:30:45 horas
Acabo de leer el texto. Una alegría doble. Precioso texto, sentido, amable y sincero. Y más al ver que mi profesor de procesal de 5º de Derecho allá por el año 2000 también y tan bien escribe estas cosas. Un saludo de un abulense.
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