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La falta de compromiso es lo que caracteriza nuestra sociedad: en las relaciones, en la pareja, en la familia, en lo social, en la política, en lo cultural… Las nuevas dinámicas sociales se construyen para que puedan funcionar sin necesidad de compromiso. Las generaciones actuales se relacionan desde la creencia de que el compromiso no es importante, ni a nivel laboral, social ni personal.
En Cáritas vamos contracorriente porque sí hablamos de compromiso y con toda la actualidad y rigor que nos exige la realidad. Pero no hablamos de cualquier compromiso.
El compromiso del que habla Cáritas es el compromiso que conforma a la persona en toda su dignidad; un compromiso social y caritativo que tiene su raíz en el Evangelio, en el ser con los demás y para los demás. Se trata de un compromiso que nace en un Dios que es Padre y ama incondicionalmente a cada hija y a cada hijo y les confiere la misma dignidad. Un Dios Hijo que entrega su vida para liberar de las esclavitudes cotidianas y nos salva de las sombras. Un Dios Espíritu que anima y alienta el amor que habita en cada ser humano y le invita a caminar en comunidad para ser sal y luz en el mundo, para tejer redes solidarias, de una fraternidad que se concreta en vivir la entrega, la fidelidad, la utopía, el testimonio, el acompañamiento, la gratuidad y la opción por los pobres al estilo de Jesús.
Comprometerse desde Cáritas es un modo de ser, de relacionarnos con nosotros mismos, con los demás y con el mundo. Es una manera de entender la vida y compartirla creando fraternidad. “La solidaridad no es un sentimiento de vaga compasión o de superficial ternura hacia los males de tanta persona cercana y lejana; al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común, es decir, por el bien de todos y cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todo” (S. Juan Pablo II. Sollicitudoreisocialis nº 38).
La propuesta cristiana implica ante todo volver los ojos a Dios para ser uno en Él. Significa ser conscientes de nuestra identidad como seres amados por Dios y creados para la vida. La invitación a ser cristianos requiere siempre de un compromiso, una opción y siempre está en juego nuestra libertad para elegir.
Detrás de esa invitación abierta, sugerente y sin ninguna pretensión para conseguir adhesiones o beneficio alguno, se extiende ante nosotros un amplio horizonte sin límites de aventura, de experiencia vital y transformadora. No se trata de venid y haced sino de ir y ver con los propios ojos bien abiertos para mirar la realidad del mundo y hacer de ella nuestro hogar.
Ante el vértigo que nos genera este mundo en caos donde las injusticias, el sufrimiento y el desprecio continuado por los derechos humanos son el pan cotidiano, no podemos ocultarnos entre cuatro paredes para seguir haciendo lo de siempre. El compromiso desinstala, descoloca y desestabiliza nuestra seguridad. Nos saca de la zona de confort y nos pone en comunicación con el mundo. El compromiso nos hace salir de nosotros mismos para acudir al encuentro de los otros, de otras personas que pasan por el camino y nos lleva a cargarnos con el sufrimiento de la gente. Este ejercicio requiere valentía, creatividad, denuncia y acción.
En la era de la comunicación, donde el progreso tecnológico avanza de forma vertiginosa generando herramientas y canales para hacer cada vez más instantánea la información, vivimos la terrible paradoja de la no-comunicación entre las personas. Estas nuevas formas de relación que utilizamos de forma inocente o inconsciente, asfixian sin darnos cuenta nuestra capacidad de parar nuestra rutina vertiginosa para fijarnos, conmovernos y movernos al estilo del buen samaritano, y no solo para hacernos cargo de quien sufre y necesita comer o vestirse sino, además, para ser hermanos y ser capaces de vivir con pasión la mística de la fraternidad que nos rescata del pasar de largo y de la indiferencia. Es fácil adivinar que adoptar un estilo de vida basado en el compromiso requiere vivir con pasión y ternura la mística del amor y la fraternidad.
Los cristianos estamos llamados a ser agentes de transformación de nuestra sociedad, del mundo, pero esta solo va a ser posible desde el ejercicio de un compromiso vivido como vocación y don para los demás que planta sus raíces y se desarrolla en comunidad, cultivando una cotidiana relación de amistad y amor con Dios, como diría Teresa de Jesús.
Tomar partido en la historia de la humanidad nos convierte en agentes de cambio capaces de poner a la persona, plena de dignidad, en el centro de nuestra mirada, palabra y acción. Se transforma así cada persona en tierra sagrada donde el encuentro con la debilidad y fragilidad humana nos recuerda el barro que somos y el Dios que habita en cada uno.
El compromiso entendido de esta manera se conforma como camino de servicio al estilo de Jesús, con la responsabilidad de generar nuevos procesos, nuevas relaciones, nuevas formas de pensar y actuar.
El “dadle vosotros de comer” que dice Jesús a los suyos hoy también se convierte en llamada para la comunidad cristiana. Es la comunidad la que tiene que ponerse en camino para hacer posible este cambio profundo en las personas y en la sociedad. La Iglesia, con toda su pluralidad de parroquias, teje una red de comunidades desde las cuales la denuncia profética cobra relevancia frente a una sociedad que ha puesto sus intereses económicos y sus ambiciones por encima de la dignidad de los seres humanos.
Estas comunidades, desperdigadas por todo el territorio, en el ámbito rural y por pequeñas y grandes ciudades, son las que están llamadas a dar testimonio de comunidad fraterna y ser la luz que guie el cambio.
Cualquier cambio empieza con gestos cotidianos muy concretos, prácticos y sencillos, desde lo personal y desde lo cercano, con presencia en el barrio, a través de pequeños núcleos de personas, comunidades vivas capaces de ampliar la mirada y vivir atentas a la realidad para fortalecer lo público, lo que es de todos.
El compromiso, en definitiva, debe tomar postura ante la realidad que vivimos marcada por la pluralidad y diversidad cultural que tantas veces genera temor y desconfianza. También ante la movilidad humana y la realidad migratoria de millones de personas buscando un hogar para vivir en paz, las situaciones de conflictos, violencia y extrema desigualdad, el incumplimiento de los derechos humanos fundamentales que día a día se relativizan perdiendo valor, el modelo de desarrollo económico y social que genera pobreza, violencia y abuso y la sobreexplotación de los recursos naturales y la explotación de las personas que viven en esclavitud. Y tantas otras realidades que hacen de nuestra casa común una tierra inhóspita y degradada, un paraíso perdido en las penumbras de la ambición humana.
--- Fernando Carrasco es el delegado de Cáritas Diocesana en Ávila.
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