Por Luis Antañón

Los fracasos empresariales apenas nos sorprenden ya. Vienen de lejos. Recuerdo que Ávila iba camino de convertirse en ciudad puntera en la fabricación de televisores. Como ahora gusta decir a nuestros políticos, seguramente se pusieron para ello las condiciones necesarias, entre las que no podía faltar (eso no varía) la mano de obra barata. Ni por esas.

Corrían los años finales de la década de los 70 del ¡siglo pasado! La programación televisiva no cubría las 24 horas. Quien después de cenar se quedaba traspuesto en el sofá frente a la tele solía despertarse con los acordes del himno nacional de fondo. Los televisores no se cambiaban con la facilidad que ahora, al mínimo fallo, sustituimos el teléfono móvil o el ordenador. Eso sí, el reinicio –aunque esta palabra no existía entonces- era similar, bastaba con apagar y encender, no antes de que desapareciera un puntito blanco que asomaba en pantalla. Otra fórmula, más ruda, consistía en golpear el aparato. Era matemático: las interferencias desaparecían al instante. El mando a distancia no se había inventado. Los curiosos indagaban en los mandos de las frecuencias en busca de imágenes insólitas, acaso clandestinas, pero nada. Sólo se veía la Primera Cadena y el UHF.

En ese contexto, con Fadisa como principal referente industrial, Werner, una empresa española del sector de la electrónica, decidió dar el paso e instalarse en Ávila con una inversión de 400 millones de las pesetas de entonces. Dedicada a la fabricación de televisores, equipos de alta fidelidad y juguetes (¿les suena un coche teledirigido sin cable?), Werner surgía bajo la marca Avinsa como otra posibilidad de desarrollo económico. Poco duró la alegría en casa del pobre.

Cuentan las crónicas de la época que las dificultades de la empresa comenzaron unos años antes de implantarse en la ciudad. ¿El motivo? Al parecer, Werner, que fabricaba aparatos de televisión en blanco y negro, no supo o no pudo adaptarse a la nueva demanda del mercado: los televisores en color. Aquellos que comenzaban a sintonizarse en las casas más acomodadas para disfrutar mejor de la carta de ajuste, del Telediario, de Barrio Sésamo o de El Hombre y la Tierra.

Fue el principio del fin de Werner y, para Ávila, uno de los primeros fiascos industriales de la democracia. Por desgracia, no el único. Le siguieron varios más. El sector de la electrónica y las nuevas tecnologías dejó años después otro sonado descalabro, esta vez protagonizado por Pilz, empresa de capital alemán. ¡Ay, estos teutones! Cuando aquí todavía nos apañábamos con cintas de casete para grabar vinilos, nos anunciaban una factoría para producir discos compactos, de la que nunca volvimos a saber. 

El fracaso más reciente ha sido Lear, que curiosamente ocupaba en el Polígono de las Hervencias la misma nave que en su día acogió a Werner. Siempre nos preguntaremos qué hubiera sido de nosotros si tantos proyectos industriales no hubieran quedado en el camino o no estuvieran deambulando por el limbo de las expectativas generadas y jamás cumplidas. Cabe preguntarse si hemos aprendido alguna lección. Mucho me temo que no. Asumimos resignados la ecuación anuncio a bombo y platillo + promesas de empleo + fuerte inversión = frustración colectiva. Tragamos con cualquier excusa que nos dan. Da igual que sean barcos, aviones, hormigones prefabricados o soldaditos de plomo. Primero aplaudimos a rabiar, luego esperamos impacientes y después nos llevamos las manos a la cabeza. Así una y otra vez, soportando estoicamente cualquier embestida, por dura que parezca. No obstante, parafraseando a Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, siempre nos quedará Fadisa, perdón, Nissan. Al menos de momento.