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El teniente J. Harrison salía en un coche patrulla a equilibrar la delgada línea que separa a los abulenses de bien de los esbirros y supervillanos. Una danza entre el bien y el mal marcada por la dulzaina y el tamboril que ponía su pellejo como escudo de una sociedad de parados, jubilados y funcionarios que vivían ajenos al caos que les circundaba.
Aún no se le habían secado los bajos del pantalón de su última persecución a un biciclista desde la calle Duque de Alba hasta un cruce con la avenida de Madrid; el punto muerto del coche patrulla no daba para más cuando consiguieron alcanzar al susodicho.
- ¡Susodicho! ¿A dónde ibas con esas prisas? ¡Documentación y rapidito!
- ¿Ein?
- Indocumentado, bici robada, te has subido a una acera y corrías como una abuela a una chocolatada del ayuntamiento.
- Yo...
- A comisaría directo que vas y 200 euros de multa para que aprendas. Veremos si la bici es robada. ¡Eres carne de presidio! ¡Carne de presidio, te digo!
- ¡Si no he hecho nada!
- ¡Pedaleando a comisaría ya! Y no corras, que esto es un coche patrulla.
El maldito de Susodicho no había robado la bici y eso extrañó a Harrison. Era muy moreno como para no haber robado nada y muy pobre como para poder pagar la multa. Habría que pedirle todos los días la documentación para ver si había aprendido la lección.
Todo aquello le hacía sentir muy hombre a Harrison y disfrutaba impresionando a su compañero de patrulla, el pequeño Jimmy: un pipiolo recién entrado en el cuerpo con modales de haber estudiado en el Colegio Diocesano, aparato dental que parecía puesto por un herrero y el brillo en la mirada de quien aún conserva la esperanza de un futuro mejor.
Llegó el lunes y amanecía un nuevo día sobre la ciudad. El sonido de un tren llegando a la estación acompañó el único trago con el que Harrison acostumbraba a apurar su desayuno. Salió al portal, bajó las escaleras y abrió el buzón para recoger la propaganda de supermercados alemanes y alguna carta pidiendo un impuesto revolucionario por el tratamiento de basuras.
- ¿Qué mierda es esta? - pronunció Harrison en voz alta frente a la señora que fregaba la escalera.
Abrió el cuadernillo y hojeó por encima: tributos a lo bruto, los mariachis del año pasado pero más nuevos, concierto de un fulano que no era capaz de reconocerse ni el espejo, un autobús con la radio a toda pastilla, rondas poéticas...
- ¡Maldita sea! ¡Son las puñeteras fiestas de verano! - Dejó caer todos los papeles y salió corriendo dejando atrás a la señora que gritaba que no le pisaran “lo fregao”.
En la memoria del teniente J. Harrison perduraba el primer verano que eliminaron las verbenas de la UNED. Aquel año cientos de jóvenes de la ciudad perecieron víctimas del aburrimiento y sus cadáveres atascaron las esclusas de embalse de Fuentes Claras.
Mientras corría hacia su coche aparcado en el último rincón del barrio de las Batallas marcaba el número de teléfono del pequeño Jimmy en su Alcatel One Touch Easy que abultaba tanto como su revólver.
El pequeño Jimmy no respondía a sus llamadas. Colgó. En ese preciso momento en su teléfono apareció el número del Comisario Gordo y la melodía esperpéntica de la Abeja Maya sonó hasta pulsar la tecla verde.
- ¿Harrison?
- Comisario Gordo.
- Deja lo que estés haciendo y baja a la plaza de toros. Es importante.
Harrison vació su petaca de un solo trago, abrió la puerta del coche y arrancó al encuentro del comisario. Pasó media docena de rotondas dejando a cada lado los esqueletos de edificios por construir, aparcó junto al estadio de fútbol y cruzó el cordón policial.
Los chicos de CSI Ávila se paseaban por la escena con sus chaquetas oscuras con letras fluorescentes, tomando fotos y recogiendo muestras, haciendo con que trabajaban cuando todos sabían que allí sobraba la mitad.
El director del CSI, Honorato, hablaba con el Comisario Gordo. Cuando vieron a Harrison se volvieron hacia él con la mirada de un crupier que no sabe más que repartir malas cartas. Sea cual sea esa mirada, ellos la tenían.
- Harrison, no son buenas noticias - habló el Comisario. - Se trata del pequeño Jimmy...
- ¡Quiero verlo!
El cuerpo del pequeño Jimmy permanecía quieto en el interior de una silueta de tiza mientras un agente del CSI fotografiaba el cadáver con el móvil para subirlo a Instagram.
- Es raro que haya querido morir dentro de ese dibujo en el suelo.
- No, eso lo han dibujado mis muchachos. Es para marcar la escena del crimen. Respondió Honorato.
- Ya me parecía.
- Todo parece indicar que es otra muerte por aburrimiento estival abulense o AEA aunque aún tenemos que hacer las pruebas del ADN. Nos encanta hacer esas pruebas y no sabría decirte por qué.
Harrison giró sobre sí mismo, pasó frente a las casetas de las peñas ahora cerradas y se dirigió hacia donde había dejado el coche. Mientras andaba sacó su arma y comprobó que todas las balas estaban donde las había dejado. El Comisario Gordo fue tras él con su panza ondulando de un lado para otro.
- ¿A dónde vas Harrison?
- Tengo un par de sugerencias para el concejal de fiestas.
- ¡Te lo advierto Harrison! ¡Estás a esto de que te expulse del cuerpo!
- Es algo personal.
- ¡Maldita sea Harrison! ¡Tiene mariachis! ¡Estás loco!
El coche arrancó camino al Mercado Chico. Si algo tenía claro Harrison es que alguien pagaría por la muerte del pequeño Jimmy. Se acercaban las fiestas de La Santa y por sus muertos que no iba a enterrar a ningún compañero más.
Oficina en Ávila de Caja Rural de Salamanca
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Mardemoro | Lunes, 09 de Septiembre de 2013 a las 00:39:03 horas
Ten cuidado, tu arma dispara risa y eso no está bien visto.
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