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Es una obra claramente política que el director de escena actualizó haciendo que presidiera todo el tiempo el escenario un inmenso ojo. Scarpia es el tirano que se enfrenta a las fuerzas revolucionarias y controla toda Roma, como demuestra -a pesar de los pesares- el propio transcurso de la acción.
Estamos hablando de los tiempos que criticó Beccaria y que nos parecía haber superado cuando, con esfuerzo y paciencia, se fueron instalando en nuestra vida pública, sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial y paulatinamente, la idea básica de unas garantías esenciales de convivencia, más allá de mayorías políticas coyunturales, con eficacia no sólo nacional sino también supranacional. Se fueron reflejando tales avances en declaraciones programáticas, pero también en normas plenamente vinculantes que influyeron -o eso nos había parecido- hasta en los rincones más apartados de nuestro Derecho.
No nos sorprende, sin embargo, a estas alturas, enterarnos por vías ciertamente anómalas de que somos potenciales víctimas de espionajes sin cuento, cotilleos del poder público, con la patente de corso de la persecución y la guerra contra el terrorismo. Estábamos curados de espantos por la inefable Administración de George W. Bush, que reaccionó más que histéricamente a los ataques al propio corazón de Nueva York, moviendo más el avispero y cubriendo las vergüenzas de los garrafales fallos de previsión con otras vergüenzas mayores como la incalificable de Guantánamo. Desde un país más largamente curtido por la amenaza terrorista podemos sentir, no sé si el orgullo, pero por lo menos la tranquilidad de haber combatido esta grave delincuencia organizada -salvo concretas excepciones- por derroteros bastante más civilizados.
Lo que más trastornado deja a uno no es que se inventaran armas de destrucción masiva para iniciar, aprovechando el revuelo internacional, una guerra con intereses probablemente poco confesables. Lo que de verdad deja a uno inerme es constatar que al final la amenaza terrorista -real y supuesta, que de ambas hay- está sirviendo para convertir en ilusorios muchos de los avances constitucionales que creíamos haber conseguido.
Hasta el propio Obama, adalid de la crítica a los abusos antes de su primera elección, mostró primero su impotencia, y luego, incluso su anuencia a procedimientos más que discutibles frente a actividades contrarias al nebuloso concepto de seguridad nacional. Y cuando es pillado con las manos en la masa por la indiscreción de algunos -dejemos en esta palabra neutra lo que podría ir desde la traición hasta el arrepentimiento- pretende ejercitar un hábil juego de manos para que nos fijemos más en el delator que la catástrofe para los derechos fundamentales.
Volvemos a lo de siempre, pero con mayor dedicación: el ojo que todo lo ve continúa su trabajo. A los de a pie nos sigue tocando andar vaciando los bolsillos, bebernos rápido el agua o dejar tirados los cortauñas en los controles aeroportuarios. Parece que entre algunas grandísimas empresas y el gobierno de los Estados Unidos -además de otros, seguramente- tienen puesto un vigilante en nuestro ordenador, un observador en nuestro teléfono móvil o un espía en nuestra televisión por cable.
Como uno es inocente -te dicen-, no tiene usted nada que temer. Son los terroristas, los asesinos, los malos, quienes deben tener la seguridad de que serán cercados, porque se les anda pisando los talones. Lo que se ha llamado el Derecho del enemigo, ese a quien todos queremos que se pudra en la cárcel -¿alguien todavía se cree eso de la reinserción social?- sigue en auge. Pero el problema sigue estando en quién es el enemigo y quién lo determina. Pero, tal y como vemos que se van desarrollando las cosas resulta que a quien está destruyendo lo que con mucho empeño se había logrado en la más avanzada evolución jurídica, lo tenemos con el ojo bien abierto como fisgón en nuestra propia casa.
Oficina en Ávila de Caja Rural de Salamanca
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