Nos sentamos alrededor de un par de cafés a no muchos metros de una sucursal de la Caja. Lo siguen llamando la Caja, la que era de Ávila, pero ya no lo es. Se ha convertido en un agujero negro que amenaza con tragarse la galaxia.

Es uno de esos trabajadores de la casa que empezaron cuando aún el ladrillo no pesaba tanto a la pobre entidad y nadie nos mentía con las ventajas de meternos en la boca del lobo. Venía de la banca privada y le sorprendía actualizar la cartilla a las ancianitas que querían ver en un papel como quedaba su pensión; como si necesitaran verlo en papel para poder creérselo. Era algo que en el banco del que venía no se hacía. “Obra social”, le respondió su jefe cuando preguntó si aquella forma de actuar era la correcta. Ahora, a las mismas ancianas las despluman a comisiones.

En una estantería tengo dos libros con sendas memorias de la obra social de los años 2004 y 2005. Abro los libros y paso páginas al azar: ‘IX encuentro castellano de bailes regionales’, un señor disfrazado de Don Quijote en la Residencia para Mayores Sagrada familia, una exposición de ilustraciones de Serna, concierto de la filarmónica de Targu Mures, ‘XIV Media maratón Ciudad de Ávila’, ‘VI semana de Jazz’, una exposición de pintura de Rafael Carralero o fotos y fotos de muchachos en Venero Claro. Nada de eso se repetirá nunca más.

Le pregunto por las preferentes. Baja la mirada y me cuenta que muchos afectados son trabajadores de la Caja. No solamente tienen que afrontar a los airados clientes sino que además muchos de ellos compraron las malditas participaciones o se lo recomendaron a sus familiares y ellos no pueden manifestarse a la puerta de la entidad. “Cuando lo vendíamos creíamos que era un buen producto, nadie nos dijo la verdad”.

Hablamos sobre los 5.000 despidos que planean sobre Bankia. “Nos amenazan todos los días un poco, no sé hasta cuando aguantaremos así. Sería mejor que nos pusieran ya en la calle y se dejaran de mierdas”. Asegura que los nombres de los despedidos ya están en negro sobre blanco pero lo usan para presionarles, para que trabajen más por menos, no den guerra, no hagan huelgas. “Un clima de terror”, me asegura.

Le dejo con sus reflexiones y me voy a hablar sobre mi hipoteca con la directora de la sucursal. Al entrar me recibe un mural de 1985 con un campesino vareando un olivo. Me pasa a su despacho. En las paredes cuelgan los dibujos de un niño sin mucho futuro en la pintura. Me mira a los ojos y me miente. Ella sabe que me está mintiendo. En ese momento sé que tengo al enemigo enfrente, que no me está asesorando, me está engañando. Me obliga a firmar un seguro de vida con quienes a ellos le conviene; presióno y baja el precio. Salgo de allí cabreado. Desde aquel día me reciben con asepsia de quirófano. No creo que estén enfadados, creo que sienten vergüenza.

Del crack del 29 nos queda la leyenda de los banqueros que saltaban por las ventanas. Al menos de aquellos nos queda el consuelo de pensar que tenían una pizca de decencia, que eran humanos. Por ahora, en Ávila a nadie le ha dado por defenestrarse. Pero quizá debiéramos dejar abiertas las ventanas del Torreón de los Guzmanes y del balcón del Ayuntamiento; no sea que la decencia se paseara por un instante por la cabeza de alguien y quién sabe si una ventana cerrada frenase su impulso.