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A esto hay que añadir esa moderna obsesión urbanista por sepultar en cemento cualquier atisbo de vida. Ya en 1924, Miguel de Unamuno, refiriéndose a París, expresaba su malestar ante estas cárceles de la vida:
Árboles que empiezan a dejar caer sus hojas, que ruedan sobre el empedrado, sobre estériles piedras sin césped ni yerba; sus pobres hojas secas, que son recogidas no por el viento libre, sino por empleados municipales, y que se pudrirán. ¡Pobres hojas secas de la ciudad! ¡Pobres árboles prisioneros, con grillos de piedra en los pies! (1)
En efecto, la desaparición progresiva de los espacios naturales de esparcimiento y recreo es una de las principales causas del retroceso que han experimentado en nuestros días los alegres juegos de corro que antaño animaron las calles y plazas de pueblos y ciudades.
Juegos como el jinque, el clavo, los acericos o la peonza, entre otros, precisan para su ejecución de espacios de tierra que hoy es casi un milagro encontrar en esos “cementerios de hormigón” diseñados por nuestros más insignes ingenios urbanísticos.
Por otra parte, la superproducción de juguetes superfluos y su difusión publicitaria a través de las más variadas estrategias comerciales, proyecta sombras amenazantes sobre la preciada facultad imaginativa de los niños. Con frecuencia, olvidamos que los mejores juegos son los alumbrados por la imaginación de los propios pequeños en su relación con el entorno.
Recuerdo de pequeño pasar tardes enteras construyendo un pueblo en miniatura. Utilizaba pequeñas cajas de cartón para hacer las casas; otros edificios los construía superponiendo palillos. Con la plastilina, no sólo daba forma a los árboles del parque, sino también al pavimento del pueblo, que luego me encargaba de endurecer por medio del alquil. Con este pueblo de factura artesanal, al que daba vida con un ferrocarril y diversos muñecos, han jugado diferentes generaciones de primos míos. En el momento presente, atrae la atención de mi sobrino de tres años.
Los niños se bastan a sí mismos para crear sus propios juegos y juguetes. Protejamos su mirada limpia y genesíaca de las asechanzas de nuestro mundo turbio y mercantil.
(1) Miguel de Unamuno: Paisajes del alma. Edición de Manuel García Blanco (Madrid: Alianza Editorial, 1979), p. 76.
Oficina en Ávila de Caja Rural de Salamanca
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Alfon | Viernes, 22 de Enero de 2016 a las 00:35:35 horas
Sabías palabras querido Luismi. Los ratos más felices de mi niñez fueron gracias a nuestra imaginación, con la que inventábamos juegos o hacíamos variantes de los existentes. Te agradezco esta bonita reflexión porque gracias a ella me han venido a la memoria esos momentos tan felices.
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