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Un tijeretazo a la ley electoral bastó para evitar la presencia de papeletas de voto de los partidos que incomodaban a la partitocracia. Se le impuso a todo el que careciese de representación parlamentaria la condición de presentar en un plazo -siempre muy breve para mayor dificultad- un determinado número de avales ciudadanos en cada circunscripción. El aval no es sólo una firma, sino que más bien es la reproducción íntegra del contenido del DNI. Es decir, que era y es preciso aportar una serie de datos privados si se acepta apoyar el derecho de elección de tal o cual formación política. Para más inri, el ciudadano que permita el uso de su aval únicamente lo podrá proporcionar a un solo partido. Una artimaña disuasoria más propia de la Camorra napolitana que de un Estado de Derecho.
No recuerdo que se alzase entonces, en los meses anteriores a las elecciones autonómicas, municipales y generales de 2011, voz alguna de la partitocracia parlamentaria contra este arbitrario y, probablemente, anticonstitucional obstáculo. Todos callaron y dieron por buena la antidemocrática medida zapateril porque consideraron que así se suprimía la presencia de los pequeños, de los que a priori carecían de opción alguna a sacar diputados y, de paso, se propiciaba que algunos de sus votantes terminaran cayendo en las redes de los grandes; ésos que aún no han desvelado con claridad y elocuencia de dónde sacan tanta pasta para costear sus mastodónticas campañas electorales. Sin tener que cogérsela con papel de fumar, un observador objetivo podría calificar de mezquina y ruin la medida de restringir el acceso a cualquier candidatura.
Alegó entonces Zapatero, con la complicidad del resto de los partidos con escaños en el Congreso, que era un dispendio imprimir papeletas de voto para candidaturas minoritarias que no iban a obtener demasiados apoyos. Curioso argumento en boca del mayor dilapidador conocido desde que se restauró la democracia (bueno, o lo que esto sea). Así fue cómo, a partir de su etapa de gobierno, se negó el libre e incondicional derecho de estar presente para poder ser elegido, lo que equivale a pensar que los promotores de formaciones pequeñas o minoritarias que pretenden participar en unos comicios no pagan sus impuestos ni contribuyen de la misma forma que los de la partitocracia. Estamos hablando de una exclusión de partidos perfectamente legales y con sus derechos constitucionales al completo. Por un puñado de papeletas, cuyo coste siempre será muy inferior al de, por ejemplo, cualquier semana de subvenciones a fondo perdido que reciben los inmigrantes para pagar su alquiler de vivienda (y otros gastos).
Lamparones como este en la democracia española subsisten para mayor gloria del bipartidismo y, a la vez, descrédito del sistema. La calamitosa Ley Electoral es el paradigma de todo lo anterior. El procedimiento D’Hondt para el conteo de las papeletas y su traducción en escaños es una auténtica puñalada trapera para la democracia participativa y una burla bananera para la democracia representativa. Al fijar la circunscripción por provincias, indiscriminadamente en cada proceso electoral -excepto en las europeas- se perpetra la triquiñuelade favorecer siempre al bipartidismo, adjudicándole escaños que en puridad no les pertenece. Esta obra de trileros se ha cargado hasta el momento todo asomo de proporcionalidad, hurtando a los españoles un Parlamento, unas autonomías y unos ayuntamientos más plurales y fieles en el reflejo de la voluntad popular.
Alternativas las hay. Resulta irrisorio mantener la circunscripción provincial en unas elecciones generales cuando cada lista de candidatos, ya sea de Ávila o de cualquier otra provincia, tiene un programa único y es de carácter nacional. Sería por tanto más consecuente y racional una única circunscripción, como en las elecciones europeas, donde la deseable proporcionalidad esté más al alcance, o a lo sumo, en vez de las 52 circunscripciones actuales, que hubiera una nacional y otra regional para una convocatoria como la del 20 de diciembre. El mito del diputado de provincia, “cercano al votante”, es sólo eso, una falacia arropada por la propaganda. El que no quiera verlo que siga tapándose los ojos, pero un diputado elegido en una lista cerrada, como sucede en España, en realidad no puede hacer nada ni cambiar ídem que no esté en la línea general de su partido y en el programa electoral. Negar esto es un vacuo blablablá y un inane postureo.
El juego de trileros no parece tener fin. Por ejemplo, los horarios de los mensajes de propaganda electoral de las diversas candidaturas a través de TVE y Radio Nacional de España. Se emiten atendiendo al número de votos que obtuvo cada partido en las elecciones anteriores, basándose la norma en esto para adjudicar el momento y el orden de su aparición. Un nuevo y clamoroso caso de arbitrariedad que siempre ha beneficiado a los que llevan en el poder desde el 15 de junio de 1977: el bipartidismo voraz y cicatero. Prueben a ver el espacio de cualquier partido extraparlamentario y lo hallarán en unas horas imposibles, fuera de la más mínima audiencia.
Oigan, ¿y ya que los españoles somos los que pagamos esos medios con nuestros impuestos, no sería incuestionablemente más justo que se hiciera por sorteo la difusión de los mensajes electorales que van detrás de cada telediario e informativo principal de radio? Siempre son los mismos partidos los que copan esos momentos estelares. Es lo que da votos y, por lo tanto, la artimaña se reitera de elecciones en elecciones.
Aunque sólo fuese por dignidad y respeto al principio de igualdad de oportunidades, ¿se podría acabar con este sojuzgamiento de la razón? Claro que sí, pero no quieren ni les interesa a los que hacen carrera, hasta jubilarse, en las poltronas del Congreso o el Senado.
Y seguro, a pesar de los lamparones apuntados anteriormente, que no faltará en el 20-D el tonto solemne que suelte eso tan originalísimo de "hoy es el día de la gran fiesta de la democracia". Abracadabra.
Oficina en Ávila de Caja Rural de Salamanca
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Desencantada | Martes, 22 de Diciembre de 2015 a las 13:08:22 horas
La "justificación" que dio en su día Zapatero (con el apoyo del PP, claro) para reformar la ley electoral y dificultar el acceso a las elecciones de los partidos pequeños fue ridícula e insostenible: ahorrar en papeletas. Todo el mundo sabe que la democracia tiene un coste económico, pero eso no puede ser argumento para obstaculizar la libre presentación de candidaturas. Sin embargo, hay dinero para asuntos mucho menos justificables, como es el de subvencionar o dar gratis tantos servicios a los inmigrantes, mientras que a los españoles se les deniega.
Es preciso recuperar el derecho a la libre presentación de candidaturas, sin subterfugios como el de los avales. Si hay que economizar, que se se reste de las partidas que discriminan a los españoles.
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