Desconozco porqué el mercado medieval goza de tanta  popularidad, pero viendo esa alegría vociferante de los adolescentes, de las familias con los vástagos y sus espadas  correteando entre los efluvios aceitosos de las carnes asadas y las pancetas,  uno, no puede dejar de pensar en que así como el aburrimiento era la enfermedad del siglo XX, el infantilismo es la enfermedad del siglo XXI.

Ese infantilismo sustituye la cultura por el espectáculo (tal y como predijo el gran Vargas Llosa)  y así, vemos castros celtas donde los cuidadores se disfrazan de druidas o guerreros, villas romanas en las que importa más los animadores disfrazados de gladiadores o esclavos que los bellísimos mosaicos, o bien ciudades como Avila, cuyo pasado medieval ha sido arrasado por la incuria, la especulación y la ignorancia, y sin embargo los ciudadanos disfrutan con los estandartes falsos, los falsos guerreros e incluso aplauden en un inconcebible ejercicio de cretinización colectiva, ese desfile de autoridades municipales disfrazadas, en gran parte responsables de la desaparición de uno de los mayores cementerios medievales de Europa, que fue  literalmente arrasado. De que salvo dos o tres zaguanes no quede huella judía alguna, y que de de la estructura medieval de las Covachuelas  con sus pequeños patios, cuadras y pozos (y que fueron comparadas por algunos al Albaicín granadino), no permanezca prácticamente vestigio alguno.

Latrocinio al patrimonio de la ciudad que ha quedado impune, por no hablar de aquél otro patrimonio intangible, esas canciones, romances o nanas que han sido sustituidas por los 'cantajuegos' o aberraciones parecidas porque, no sólo los padres han olvidado lo que cantaban los abuelos sino que en las escuelas los profesores no saben quién es Joaquín Díaz o Paco Díez, y jamás han escuchado sus extraordinarias canciones por no hablar de la bellísima música sefardí y su desconocimiento.

Supongo que el mercado medieval, los desembarcos vikingos o las payasadas celtas vienen bien a las economías locales, -y especialmente a esos tíos que nunca envejecen y se ganan la vida subido a los zancos entre ríos de calimocho y aroma de porros, o a los adiestradores de esas rapaces que, las pobres, ya no se sabe si son aves o dirigentes del Partido Popular visto sus garras y su quietismo. Pero a lo mejor habría que plantearse el riesgo de que la  iniciativa se haya convertido en un macrobotellón encubierto por los disfraces, donde el ruido y la cerveza junto con los fuegos y juegos no dejaran otra cosa en la memoria de los ciudadanos que suciedad, mal olor y fotografías subidas a las redes sociales, pero no el conocimiento de un romance, la figura del Cid, de Mosé de León, la batalla de Támara, el concepto de honor y honra, las coplas de Jorge Manrique o la sensibilidad para mirar y comprender la ciudad medieval de otra manera. Aquella manera en la que no es necesario disfrazarse o adornarla de harapos para amarla y defenderla de los que no dudarán en derribarla si eso les reporta alguna comisión.