Regresarán a su inercia diaria, a sus afanes, a la lista de la compra, a la cotidianidad reñida de sueños… Y la memoria de Ávila, de esa excursión familiar, de ese día castellano quedará sintetizada en unas escenas muy concretas, en un detalle sin sentido que habrá pasado a coronar el recuerdo. “¡Uhm, qué deliciosas las yemas de Santa Teresa. Si regresamos hay que traer unas cajitas más”, o “La ciudad se asienta sobre una colina, ¡qué de cuestas! y la zona superior la ocupa la catedral”, o “Llaman el Chico a la plaza del ayuntamiento, y Grande a otra con un engendro de Moneo”.
El viajero, con su fama de aventurero, con esa deliciosa etiqueta de ávido perseguidor de acciones y belleza, con mochila, mapas y cómodo calzado regresará y olvidará. Olvidará porque poco significó para él más allá de una síntesis, de un circuito entre piedras, gastronomía y callejuelas. No lleva la niñez prendida en los pasos, no identificará ese kiosco con las gominolas, los chicles de peseta y la ropa negrísima de la señora Juana que, rodeada de caramelos de mil colores, nos vendía a los chavales de La Aneja los sabores dulces del recreo. Rilke afirmaba que la verdadera patria del hombre es su niñez, y estos días leyendo el libro de Jesús Arribas 'Ávila de memoria. Conversaciones con José Belmonte' (Editorial Caldeandrín. Ávila, 2009) he regresado no sólo a la mía, sino a la de mis padres y abuelos, a los recuerdos que pasan de una generación a otra, no como simples datos, no como un aporte de conocimiento, sino como una parte viva de nosotros mismos, como eso que se reconoce porque se conoce y nos conforma, porque formaba parte de las conversaciones del hogar, o directamente llegamos a vivirlo en unas postrimerías de lo que la ciudad fue.
De la mano de Jesús Arribas he recorrido un mapa que conocí y ya no existe: del Ávila de Las Adoratrices que vendían recortes y panales en los sobres blancos y naranjas de las primeras elecciones democráticas, los restos de las formas sin consagrar envueltos en votos que nunca fueron; he recuperado ese miedo mezclado con curiosidad de cuando mi padre me llevaba a visitar a Guerras, el taxidermista de la plaza del Grande. Sí, donde ahora está el bloque sin vida de Moneo antes yacían los cuerpos -igualmente sin vida- de animales, el olor a productos químicos, los ojos de cristal entre las reproducciones de jamones y quesos que vendía a los ultramarinos y bares.
Un Ávila que ya no es y que se mezcla en mi mente con la leyenda, intriga y pasión del Ávila de las tres culturas, de la ciudad que se me abrió a los ojos cuando de adolescente mi padre me regaló la edición argentina ilustrada por Alejandro Sirio de 'La gloria de Don Ramiro', de Enrique Larreta (siempre bajo la sospecha de que con su grandísima fortuna contrató como negro para escribirla a Pedro de Répide, cronista de Madrid. Explicando así el abismo que se abre entre el resto de su producción literaria y la maravilla de 'La gloria de Don Ramiro').
Somos muchos los que pensamos que ningún ayuntamiento o institución de la ciudad ha sabido nunca dar la importancia que merece tener una obra de tal calibre situada en nuestras calles. Es mínimo el interés, casi diría la cultura, que se muestra con este olvido hacia una obra que todo abulense debiera leer y que la mayoría desconoce.
Me vienen a la memoria volúmenes y volúmenes lujosamente encuadernados, anaqueles vacíos y asépticos editados por nuestras instituciones. Homenajes a artistas de pacotilla amigos del poderoso de turno, reconocimientos que duraron lo que dura el vino de la presentación mientras que un libro como 'La Gloria de Don Ramiro' permanece enterrado entre la necedad y la omisión. Don Ramiro debiera ser uno de esos personajes que todo el mundo cite al oír nombrar Ávila, al igual que citan a Santa Teresa; o al igual que se asocia a Ana Ozores con Oviedo, a Don Quijote con un lugar de la Mancha, a Max Estrella con Madrid o a Dedalus con Dublín.
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Que no exista una estatua en la ciudad simbolizando cualquiera de los mágicos episodios que discurren en Ávila, o incluso un circuito reflejando toda la historia (la Catedral, el Torreón de los Guzmanes, la plaza del Rollo, etc), que el nombre de Enrique Larreta no signifique nada en la ciudad a excepción del nombre de una callejuela, que -sobre todo- no se edite un volumen digno en la propia ciudad, un libro que todo viajero que venga a visitarnos se lleve bajo el brazo, son grandes deudas que debieran saldarse rápidamente.
Mientras seguiré cantando con Antonio Machado: "Castilla miserable, ayer dominadora, / envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora".
Manuel Mateos | Viernes, 17 de Abril de 2015 a las 16:29:03 horas
En España somos dados a apreciar a los historiadores, novelistas políticos y furbolistos- Soy científico y he sufrido el desprecio total a pesar que es de utilidad social mundial, expresado en 25 libros. También he escrito un libro"Avila - Rasgos de tres décadas 1930-40-50" que he pedido ayuda logística (no dinero) a ediles por carta, visitas y hacerles llegar el libro a los responsables. Han hecho gala de absoluta descortesía pues ni me han contestado ni expresado nada. Quienes lo han leido les gusta pues tiene hasta 100 fotos inéditas. ¿Valemos?
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